Alzó la vista. Resopló una vez más y dispuso el cuerpo entero para avanzar una vez más. Acomodó la gorra, con la manga derecha secó la frente y arrancó. Otra vez.

Desde hace un tiempo, bastante, la vida de Omar está atravesada por una pérdida que lo condiciona todo. Una derrota aún tal vez no definitiva, pero que marca para siempre.

De un tiempo a esta parte aprendió el oficio. Nadie nace sabiendo hacer lo que él hace, “pero si no lo aprendes rápido te comen”, me dijo una vez. No está claro cuánto tiempo lleva haciéndolo, pero no importa. Allí, el tiempo no existe. Sólo es un espacio arenoso que te inmoviliza y te amordaza hasta olvidarte. Que te aleja. Que te quiebra. Que te rompe. Que hace que sea tan difícil volver. Como si no alcanzara con la saña que casi siempre la vida se encarga de enrostrarnos, y como si purgara una condena interminable, cartonear se ha convertido para Omar en la diferencia entre comer y no comer.

Recuerdo esa charla con él. Fue breve y fugaz. Al paso. Conociéndome, con la aprehensión que por estos días me despiertan las cosas profundas, debo haber necesitado expiar alguna culpa de clase, o esas esquirlas propias de la maldita condición humana, las que hacen que el prójimo no exista hasta que sea necesario. Hasta que lo necesitas para no sentirte tan mal con tu propio autismo, o con esa lejanía que no es más que el instinto de supervivencia en esta jungla infiel, donde es tan posible que lo malo te pase, y que nos hace escondernos en nosotros mismos hasta que el sol salga nuevamente y nos sintamos a salvo. No recuerdo cuanto duró. Ni su voz. Solo me quedaron destellos. La impresión que me causaron sus manos. Ajadas, resecas, férreas. Con una edad diferente al resto de su cuerpo. Viejas. Según él, la mínima chispa de antaño quedó en los ojos y en la cabeza, esa que a veces juega en contra, porque que “si no apagas el bocho te volvés loco”.
Calles internas o avenidas. Asegurar que en “tres horas llenas dos bultos de 12 kilos y zafas la noche” o jugártela a que te afanen todo. Ir bajo la luz, aunque te vean y duela, o recorrer a tientas la penumbra donde seguro ya pasaron otros antes. Desde hace dos meses, sale solo, sin familia. La única vez, cuando aún no había aprendido el oficio, que llevó a su mujer y su pibe mayor, la cosa terminó mal. Se perdieron de vista en alguna curva fuera de plan y al separarse quedaron desprotegidos, indefensos. “Vendidos”. Bastó para aprender, porque en la calle todo se aprende más rápido.

Afortunadamente para él, entre la bruma, Omar es invisible. Esa neblina atroz que para el resto de los mortales maquilla y disfraza la cotidianidad, y que es el tesoro más preciado para poder hacer lo que hace. Esquinas, recovecos, recodos oscuros, patrulleros que se ensañan. Ese cajero del Credicoop donde, “si haces las cosas bien hasta que te conocen, a veces hay resguardo”, y los dos negocios que después de las diez casi siempre te dan algo si llegas primero. Las formas de la piedad, esa lastimosa virtud que no debería tener razón de ser.

La última vez que vi a Omar hacía un frío mortal. De cagarse. Lo vi de lejos, en su faena de siempre, que no sabe de feriados, descansos ni excepciones. Seguí de largo. A veces no puedo confrontar la realidad de ese mundo paralelo donde sé que no podría resistir. Esa oscuridad de la que escapamos refugiándonos en casa, en nuestras cosas. En nuestras idiotas posesiones.En esa indomable soledad final.