Tras pasar revista a todos los caballeros de México, vestidos de gala para la ocasión, Alonso de Estrada, el nuevo gobernador, frenó en seco su caballo. Éste, un hermoso corcel andaluz, blanco como la nieve, realizó un par de cabriolas, se irguió sobre sus patas traseras, se mantuvo en alto durante un buen espacio de tiempo, relinchó sonoramente y se dejó caer de forma abrupta. Acto seguido, ante la máxima expectación de los allí reunidos, Alonso de Estrada descabalgó y se puso a esperar la llegada de una mujer que se había destacado entre la concurrencia y que se aproximaba de forma lenta pero decidida. Nada más llegar a su lado, él la cumplimentó con una ostentosa reverencia, subió de nuevo al caballo y le ayudó a ella a hacer lo propio. Entonces, con el tono solemne que corresponde a las grandes ocasiones, se dirigió a los caballeros:
“Todos conocéis a esta mujer. Todos conocéis a Juana de Mansilla. El tirano Salazar la acusó de brujería y la hizo azotar en la plaza pública. Todos fuisteis testigos de ello. ¿Pero, cuál fue el verdadero motivo de esta humillación? Que se resistió a aceptar la mentira. Que se resistió a casarse con ningún otro hombre. Por mucho que le dijeran lo contrario, ella sabía que su marido estaba vivo. Su esperanza en Dios nuestro Señor nunca desfalleció. Sabía que, tarde temprano, su marido volvería. Y ahora ya no lo sabe sólo ella. Ahora todos lo sabemos. Ahora todos sabemos que Alonso Valiente está con vida. Y no sólo él. También Hernando Cortés y casi todos los miembros de la expedición. Pronto los tendremos de nuevo entre nosotros. Pero, antes de que vuelvan, quiero realizar un acto de justicia para lavar la afrenta sufrida por esta excelente mujer, que ha sido un ejemplo de virtud y de fidelidad a la altura de las más ilustres matronas romanas. A la altura, por ejemplo, de Cornelia, la madre de Tiberio y de Cayo Sempronio Graco, quien, una vez muerto su marido, no dudó en rechazar la propuesta de matrimonio del faraón Ptolomeo VIII, para consagrar toda su atención y todo su tiempo a la educación de sus hijos. Así que, como acto de desagravio y de reconocimiento, es mi deseo y mi voluntad que, de ahora en adelante, Juana de Mansilla reciba el título ‘doña’. Doña Juana de Mansilla”.
A partir de ese día, Juana de Mansilla recobró la dignidad perdida. Todo el mundo la trató con la máxima cortesía y el máximo miramiento. Este humilde cronista piensa que fue precisamente esa reparación de su consideración social lo que más le satisfizo entre todas las consecuencias derivadas de la vuelta de los expedicionarios a Higüeras y Honduras. Algunas lenguas malintencionadas, de esas que siempre abundan, han contado a quien ha querido oírlo, e incluso a otros que, no queriéndolo, necesitamos de este tipo de noticias para redactar nuestras crónicas, que el rechazo que hubo manifestado Juana de Mansilla a casase con nadie en ausencia de su marido se debió, más que a una fidelidad desmedida, al deseo de no aguantar a ningún otro hombre, habida cuenta de su experiencia con el primero.
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