Todos somos la conclusión del pasado,
el legado vivo de nuestros actos,
la consecuencia de múltiples decisiones,
las que son nuestras, las ajenas
que nos dictan nuestro vivir cada día.

Pero somos hijos ingratos del recuerdo,
de memoria selectiva y poco racional,
recordaciones servidas a la carta
para un comensal poco criterioso
que tan solo mira hacia adelante
y celebra un progreso que no avanza.

Todas las épocas son contemporáneas
y son los recuerdos vivos, latentes
el antídoto para el fracaso anunciado
que nos augura el presumible futuro
que denuncia nuestra arrogancia,
vil omisión de un diálogo intertemporal.

Olvidar no es cerrar los ojos,
morir tampoco es cerrar los ojos
porque no son nuestros ojos
los que nos han de guiar.
Al alma le debemos el camino
y no nuestra prístina prisión.

Cuando el silencio alza la voz
para recordarnos que a dónde vamos
es de dónde venimos;
nuestra mitad ya andada
y la desmemoria es nuestra propia condena.

No hagamos de este exilio espiritual
nuestro efímero presente,
el exilio de nuestro exilio
para olvidar nuestra condición
y abstraernos en una fantasía
que ya no se permite recordar.