Con tu mirada atornillada a la mía para ahuyentar la superstición de que si no hay contacto visual durante el brindis, te caerá una condena de siete años de abstinencia sexual y con tu copa en alto, brindaste por la vida. Dijiste “por la vida” y, aunque creo que no lo pretendías, tus palabras sonaron solemnes, importantes, profundas. No sé como te las arreglaste para coger esas palabras tan gastadas y que en tus labios sonaran nuevas, originales y sobre todo tan oportunas. Tal vez el champagne tuvo algo de culpa, pero en mi cabeza tu “por la vida” sonó como un abracadabra, como una llave sonora encajando a la perfección en la cerradura de la realidad. Eran las palabras exactas, las únicas y necesarias que completaban con la precisión de la última pieza un gigantesco puzle. Me sentí por un instante el espectador más importante del mundo. Si todavía se puede decir esto, creo que hasta fui feliz.
Desde entonces he vuelto a oír muchas veces y a mucha gente distinta tu brindis “por la vida”. Primero siento una intensa rabia hacia esos profanadores, me parecen monos con pistolas de palabras, luego me invade una nostalgia que poco a poco se va convirtiendo en orgullo. Yo sí puedo presumir de que, al menos esa vez, brindé contigo por la vida.