Se ha cerrado una puerta tras de mi. Aún suenan en mis oídos los trazos dibujados de un cuadro. Había pájaros. Algunos eran tan blancos como la nieve y sus alas borraban el color del lienzo, desgranándose entre las fibras que los ungían de oro. De sus picos comenzaron a huir sombras como velos de fuego, mientras yo luchaba contra el impulso de mi brazo de atraparlos entre mis manos. Quise ser pájaro. Apenas fui ojos sobrevolando aquellas aves que se alejaban hacia el horizonte, embebido por un mar en calma. Deseé una confesión de sus secretos: cómo vestir el alma con unas alas iguales a las de ellos, con las que borrar el sol y acercarme a un infinito incomprensible que yo, sabía mío. Pero mis dedos no atraparon sus cuerpos de seda. Tampoco escuché notas intraducibles en signos para mi boca. Y sin embargo, no me resistí al hechizo, clavada entre la hierba, como una roca estática, mientras ellas, ajenas a otros mundos, volaban sobre los campos, que se extendían alrededor de aquel lienzo, de mi ventana, de mi casa, de mi universo inexplorado.

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