El dolor arremete al galope con una lanza electrificada en su diestra que hunde en nuestras carnes con fiereza y allí se estaciona, contemplándonos con sus ojos míseros, estudiando la exacerbación de nuestras muecas, gritos y convulsiones y sobre todo la sensación de estar inermes ante su traición.
Pues bien, la muela de Iván repicaba a tambor batiente y el pobre muchacho arrastraba su tragedia en el trayecto que comprendía desde su hogar hasta la consulta dental. Y el ua ua ua ua UA UAAA UAAA (si se pudiera traducir de esa manera) que martillaba dentro de su boca, le nublaba la razón y oscurecía esa jornada en que el sol alumbraba a raudales. Ningún calmante aplacaba ese infierno, las calles, la gente, todo desaparecía bajo ese manto espeso que cubría su percepción, traduciéndose todo en ese ulular despiadado que se enseñoreaba en sus encías.
Ya en la consulta, la espera fue breve. Acomodado en ese sillón articulado, el muchacho vio aparecer al dentista, un hombrón enorme que se mecía ligeramente al caminar. Nada dijo cuando el muchacho le explicó a duras penas cual era la pieza que le atormentaba. Sólo preparó la jeringa con el anestésico que propondría la ansiada tregua. El pinchazo no inmutó en lo más mínimo a Iván, entendiendo que en esta batalla, el dolor por fin se batiría en retirada.
Más tarde, sintiendo que su cara adquiría contornos difusos, el muchacho dejó atrás el largo martirio y se reacomodó en el sillón. Fue cuando entró en escena el enorme dentista, provisto de una especie de alicates que se empequeñecía en su manaza.
Libre de la tortura, Iván parecía flotar de contento, acaso era uno de los días más felices de su vida. Su cara aún no recobraba la gestualidad necesaria para poder sonreír a sus anchas, aunque sentía que la morfología de su boca había sufrido un cambio significativo al hundirse su lengua en el intersticio donde poco antes reinaba el martirio. Llegó a su casa y se arrojó en la cama. Sólo deseaba descansar, dormir, saberse al fin dueño de sus decisiones.
Fue una punzada la que comenzó a incrementarse en la misma medida en que su angustia tomaba cuerpo. Primero apareció el miedo. Luego, la rabia azuzada por el taladro que se abría paso una vez más en sus terminaciones nerviosas. Se levantó de golpe y apresuró su carrera para plantarse frente al espejo. Su boca se ofreció al estudio desenfrenado. Allí estaba la oquedad que pudo ser la tumba para el sufrimiento. Pero, justo al lado de ella, una muela que parecía saludable irradiaba el exacto dolor que la anestesia había encubierto.
Bueno, equivocarse es humano. Lo inhumano es el dolor desenfrenado que transforma la vida de un hombre en un guiñapo. Y allí iba de nuevo Iván sujetándose la cara y repitiendo su vía crucis. Esta vez, el dentista no se equivocaría. No podría hacerlo, porque en su bolsillo ahora llevaba un revólver que lo salvaguardaría de cualquier nuevo error. Los dentistas deben cuidarse de no sacarle la muela equivocada a algún paciente, sobre todo si éste es un traficante.
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