Amigos:
Vivo en una ciudad de Puebla: Atlixco, con el mejor clima del mundo, no es muy grande y como ustedes comprenderán conocemos a muchos vecinos. En el barrio, “La gloria”, donde transcurrió mi infancia y adolescencia, en nuestra pandilla de amigos destacaba Tirso, un joven que decir guapo era poco, alto bien formado y deportista. Experto en boxeo y en artes marciales, Aunque en el fondo era buena gente, su apostura, el pegue que tenía con las féminas lo hacía prepotente y conquistador.
La gente de postín acostumbraba tomarse el aperitivo en un elegante bar (perdonen que no les diga el nombre, por eso de las re-cochinas dudas, no me vayan a demandar). Tirso, desde luego, era cliente habitual donde hacía sus conquistas. La ventaja de mi amigo es que agarraba parejo: solteras, casadas, viudas, no tenía fijón.
Una tarde me avisaron que estaba encamado en el hospital de traumatología de Puebla. De inmediato acudí a visitarlo y mi sorpresa fue que lo vi todo vendado como momia egipcia.
—Mi buen Tirso ¿Qué te pasó?
Con voz tartajosa me contestó:
—El domingo en el bar, una preciosidad asiática, una china, pero la cosa más hermosa que he visto, vestida provocativamente con minifalda, me comenzó a echar “ojitos” y desde luego, yo me lancé a camelarla. ¡Sabes! No se disgustó.
—¡Y luego? —lo cuestioné.
—Junto a ella estaba un chino, chaparrito y feo, que dijo: “no moleste”. No le hice caso, incluso lo empujé para quedar cerca de la dama. ¡Hay Dios! Tú, sabes que soy bueno para los catorrazos, pero este cabrón chaparro me ha dado una zarandeada de órdago. Por más que yo trataba de atizarle, nunca lo encontraba. El mundo se me vino encima, me golpeó a placer, varios huesos: me fracturó el hijo de p… Me hizo nudo y no conforme con eso me metió el pene en la boca.
—Se lo hubieras mordido.
—Era el mío. —dijo en un sollozo.
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