Apretujado en el Metro, como tantas veces, sintiendo la presión de otros cuerpos sobre el mío y yo equilibrándome en esas blanduras ajenas que vibran con el vaivén adormecedor del ferrocarril. La noche se visualiza tras los cristales y se suceden las luminarias y las siluetas de los pasajeros en un juego sutil de transparencias.
De pronto, surge una voz entre el mutismo de esa gente inmóvil y silente que sólo aspira llegar a sus destinos. Su tono es áspero y el lenguaje vulgar. Intuyo de reojo que es un tipo pequeño pero robusto que dialoga con otro que no alcanzo a visualizar, puesto que está detrás de mí.
-…claro po guacho, la vi pelá. Cuando los guardias me preguntaron por la ropa que llevaba en la mano, les mostré la boleta, ¡Tenía la boleta! ¿Te dai cuenta? Jugada maestra pué.
-¡Juá! ¡Los cagaste!
-¡Claro po! Y no sé cómo, toavía no me lo explico, pero los gueones me revisaron igual porque cacharon algo, pero no me encontraron ná.
-¡Soi pillo vo!
-Si po, ¡Y tenía las dos casacas entremedio de los brazos! ¿Cómo tan giles?
-Cooperaron no má.
Entretanto y llegando esta conversación a mis oídos desde una fuente tan preocupantemente cercana, mis manos, casi antes que yo racionalizara el peligro, ya estaban dentro de los bolsillos palpando y cautelando lo poco y nada de valor que pudiera ser codiciado por ese supuesto par de gandules.
-La gracia es ser rápido de manos, hay la cachá de cámaras vo sabí, así que puro talento no má.
Y la palabra "talento" se queda dando vueltas en mis recovecos mientras sufro la cercanía de quien extravió el concepto de la propiedad ajena o bien ya lo hizo suyo. Vaya uno a saber cómo retuercen esas cosas estos personajes.
El tremolar del ferrocarril hace una pausa. Es la estación en la cual desciende un gran número de pasajeros. Pero los que me preocupan continúan allí, uno vanagloriándose mientras el otro lo vitorea.
-Es papa la gueá. Yo ahora tengo pega, pero cuando hay cumpleaños, voy allá a buscar los regalos. Vo sabí que los aparatos que les colocan a la ropa son imanes que se activan y desactivan. Allí hay que tener cuidado. Pero igual, me traigo mis cositas.
-Grande cumpa. Los saca “baratitos”, je je.
-Talento no má.
Otra estación y esta vez sí ocurre. Ambos tipos se cruzan conmigo y mi nariz se impregna con ese algo que no es olor sino una vibración indefinible que los envuelve y que no se disipa del todo cuando la puerta del vagón se ha cerrado y el supuesto peligro ha quedado atrás.
Supongo que los que escucharon a estos personajes deben haber percibido algo muy similar a lo que yo sentí conviviendo con seres que hacen alarde de su moral tan relajada. Pero callamos, porque estos temas son peliagudos. Pienso en las grandes tiendas y sus permanentes ofertas, las estrategias y la locura rotativa de la moda que va y viene mientras la gente se apretuja para adquirir lo que le permitirá estar al día con elegancia y estilo. Y pagarán y se endeudarán porque es parte del sistema. Un sistema que tiene severas filtraciones, injusticias y seres que se benefician. Los de arriba, en sus puestos de dominio y los de abajo, surfeando en las aguas oscuras que el mismo sistema les prodiga. A lo mejor, y digo esto dejando de lado todas las trancas moralistas, hasta es posible que sea una cara poco ortodoxa de la justicia la que ellos aplican en esta sociedad desigual que se encandila con los destellos de una clase hipócrita, dispuesta a esquilmarle los bolsillos con jingles y frases adormecedoras.
Estación terminal. Descendemos todos.
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