Hoy intenté levantarme.
Una vez.
Dos.
Pero no pude: me supera el calambre. Ya sé que me comporto de manera estúpida, no necesito a un coherente que me lo repita, pero hubo una etapa en la que aquello que hoy está ahí, afuera, el sorgo y la alfalfa que se extienden hasta el horizonte, fue enteramente mío y es lógico que ahora se me antoje no quedarme quieto. Desde acá, la ventana que tengo adelante se asemeja a un muro socarrón; un rectángulo sonoro que me desafía a sortearlo. Y no es que me considere un histérico que tiene por costumbre sobredimensionar todo lo que le pasa: la cuestión es sencilla: no puedo.
No quiero remontarme a lo que pudo haber sido, volver atrás, la mañana resbalosa de llovizna, preparar el caballo manso, ése que se deja hacer cualquier cosa, después del desayuno a medio masticar el beso con un latigazo de labios a una mujer que ya no duerme conmigo, o saludar con una cachetada en el hombro al Cordobés, ese tordo descalabrado que mi padre intentó castrar de chico para que nunca dejara de sernos fiel, al que casamos con una de las hijas cobrizas, “feas pero limpitas”, de Juana, la salteña que cocina, lava platos, ollas, mate, o los calzoncillos cagados del Ruso, mi hermano discapacitado, porque recaer en todo eso, la costumbre de tirotear algún zorro o perdiz altanera, me lleva a pensar en otros casos similares, mi mamá empalada junto a la tranquera, con un zapato salido y la máquina de sacar fotos enterrada entre los cardos, o la tía Antonia, la que vino de Boulougne-Sur-Mer, todavía con el cuello enredado en el alambre de púas, medio viva, vomitando mocos y sangre, secreciones típicas de pulmón atravesado por una vértebra, y mostrándonos a todos, mi viejo, el Ruso, y yo, los labios separados, secos como rodaja de galleta, de una entrepierna soltera de bombacha, por eso, mejor no recordar la montura que ató uno de los tamberos recién contratados, la patada con cuero de serpiente que le propiné por tardarse tanto, el rebenque con el que despejé el sueño del animal o las espuelas clavándose una y otra vez, nada más sensato que esquivar el galope nervioso bajo las nalgas y la brisa despeinándome, el charco marrón, imperceptible, bajo, y el caballo desbocado que se detiene, seco, casi sentándose sobre sus cuartos traseros, y yo, pañuelo de seda al cuello y faja comprada en Londres, con la sonrisa templada a mandíbula enferma, librándome sin permiso del pelo sudoroso que montaba, sin saludar a la urgencia, para después alborotar a un enjambre de abejas, una bandada de patos, y culminar entrecruzando dientes, dedos de los pies abiertos, hasta dar con el barro, la llanura recia, en un mediodía que me cubrió de penumbra.
Ahora necesito superar la ventana. No me sirve de nada esta aburrida pizarra en blanco (o negro) Anhelo el perfume de la bosta hecha polvillo mientras los peones atacan la carne barata, asado de vaca vieja, que les regalo para el almuerzo de cada domingo, la diarrea que los hace corretear, mientras se arrancan cintos y cierres, detrás del galpón de las herramientas, o vigilar como arrean a un centenar de novillos por unos pocos pesos atrasados, cigarrillos, casa y comida, y ginebra, vino en damajuana, porque acá mandan la panza llena y las alpargatas blancas, de estreno, en el estribo de un tractor sintonizado en Radio Nacional, no importa que tengan a su media docena de hijos viviendo en la ciudad, tirando la plata en cerveza y marihuana, y haciéndoles sentir menos brutos porque los chicos estudian “para contador”, porque andan en subte, tampoco que mañana esos críos académicos embaracen a una piba igual de pobre, luego tengan su propia prole y terminen llevando la misma vida piojosa que antes tuvieran padres y abuelos, tal vez pidiéndome de rodillas que los deje limpiar el gallinero a cambio de un rancho con estufa a leña, o puede pasar que esa herencia de salvajes se gradúe, sufra un ataque de inteligencia, y venga con el viejo verso de “me recibí, papá” para después desaparecer, esto con tal de borrar la imagen, el olor, de una madre gorda, melena aceitosa blanca de caspa, cocinando tortas fritas en verano, y la tos de un padre que no se saca la gorra ni para dormir, pelo saliéndole de cada oreja, sin dientes, y con el hígado podrido por una cirrosis hermana del vino de oferta, de esa meada de yegua que los paisanos chupan hasta en los velorios, y acompañan con tripas de cordero casi crudas o mate con sabor a pasto quemado, es evidente que estoy hablando de animales, ni siquiera de indios, que me cuestan poca plata cada mes, algunas puteadas, y a los que entierro, sin demasiada ceremonia, junto al molino cuando por fin se dignan a morir.
No sé todavía qué hago acá. O sí. En realidad me gusta simular que escribo meditaciones profundas. En eso me parezco a los escritores que leo: pura gimnasia mental. Y redacto porque no me sale otra cosa. Bah, sí me sale... Puedo pedir “Juana, me meo”, o “Juana, me cago”, pero no mucho más que eso. Con lo que expulso de mis intestinos creo que es suficiente. También puedo ver a mi mujer, justo al otro lado de la ventana. Cantar, respirar con ganas, observarla sembrar flores que nunca podré aspirar. Ella ya entendió el juego. Se va a quedar con todo esto. Y va a meterme un tipo entre los dos, en la misma cama, para mostrarme cómo es el placer sin mí. Para que mi único hijo tenga la imagen de padre que se merece...
Quiero escapar. Pero sólo puedo sentir la velocidad a través de esta pizarra, mintiendo palabras gruesas que Juana, la amerindia, borrará esta noche, mañana, o el año bisiesto en el que yo decida, sin titubear, arrojarme por la escalera que nace de mi habitación, entre el nuevo macho y mi mujer, pegada a la bicicleta despintada de mi hijo, que aprenderá temprano a acostarse con las hijas de sus seguros empleados, cruzarle el rostro de un rebencazo a todo aquel que se levante de mala cara una mañana cualquiera, o abrirle la cabeza con un tiro de carabina al que aparezca con ínfulas de gremio, obra social, o cobro de sueldo atrasado.
Ya.
En este momento.
Pegado a una ventana que me impide volver a mí, ruego por ese paisaje que ahora quema mis párpados. Y odio con toda mi alma. Eso no hay que dudarlo. Entre náuseas, convulsiones y espasmos, odio ese caballo manso al que me subí una vez. A la montura. A esta silla de ruedas. Odio al Cordobés, que justo ahora se acerca a mi mujer. Casi al pasar, la odio a ella: por sonreírle. También a mi padre, por no haber castrado de chico a ese paisano borracho. Sin embargo, y más allá de este sentimiento repulsivo, este gusano de pus que me carcome la vejiga, renazco cada amanecer. Y lo hago al compás de mis esfínteres, mientras repaso un Padre Nuestro que me regale, de una vez, toda penumbra retrasada. Igual a la de aquel mediodía húmedo frente al charco. Imploro por ese sol apagado. Necesito que regrese, se quede conmigo, me haga suyo. Para que esta vez la oscuridad me tiña de frío, me deje inerte por completo.
*Incluido en el volumen de relatos "Ninguno es Feliz" (Patricio Eleisegui, 2015, editorial Alto Pogo). Buenos Aires, Argentina.
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