Te encontré en los entresijos de mis recuerdos. Nunca he aprendido a olvidarte del todo y allí estás porfiando, insinuándote desde la espectral penumbra para que mi ser se deshile en frases sueltas, gestos ambiguos propios de la torpeza de la juventud, estuve tantas veces en tus lejanías y en pocas ocasiones a tu vera, te profané con el ardor de recuerdos que aún ahora hieren mis labios.

El peso de los años puede incidir en la curvatura de los recuerdos
y en su declive, el ayer logra su perigeo para mirarnos a los ojos
rueda bajo nuestro vientre como perro inquieto
para susurrarnos pecados que son lonjas aún sangrantes
en nuestra historia y en nuestra piel.

¿Te dije alguna vez que quería decirte o me lo dije a mí mismo para que lo adivinaras? No eran muchos mis arrestos y creo que tú ni lo intuías, chiquilla de rosas y silencios, altiva en tu seriedad que destrozaba el inocuo hilado de mis pretensiones. Y yo era la estatua gris que ornaba tu indiferencia, pasto de las aciagas aves que picoteaban ese muñón de amor propio que goteaba su rendición.

¿O te lo dije mil veces en cada noctilunio?
te lo confesé mientras tu rostro refulgía
entre las sábanas de mi lecho,
húmeda inquietud de batallas silenciosas
bebiéndote de memoria tus labios
y tu estirpe de ninfa inalcanzable.

Te guardo una vez más en la memoria persistente de tu cuerpo, de tu voz y de ese ayer que se niega a diluirse para siempre. O acaso yo quiera que la impasibilidad de mi alma se inunde de vez en cuando con esa llovizna melancólica que alienta voces, sueños, tu rostro impoluto entre las rosas.