Dicen que “las mascotas se parecen a sus dueños”. Tal es el caso de Fifi, una preciosa perrita de aguas de pelo rizado, cuya dueña es mi sobrina, bella veinteañera, que adora a su mascota.
Cuando salían de la estética canina, donde a Fifi le hicieron un corte de uñas y un artístico peinado, le cortaron el pelo de la parte posterior que hacia contraste con el abundante pelo en la cabeza y en el pecho, además de bañarla y rociarle perfume. La orgullosa dueña la llevaba sujeta con una adornada correa rosa. Un cuadro hermoso.
En eso un perrazo corriente, enorme, sin más trámite, montó a la aristocrática perrita, como hacen los perros en la calle. Hay que aclarar que Fifi permaneció quietecita, agachó sus orejitas, entrecerró sus ojitos y emitía gemidos de delectación.
Mi sobrina, toda colorada, por el bochornoso espectáculo le pidió a un niño, testigo del affaire, que le daría 100 pesos si le sostenía la correa de su perrita mientras ella se alejaba prudentemente un poco de la escena. El chiquillo le dijo:
—Seño, mejor deme 200 pesos, porque Firus, el perro del taller mecánico, siempre “asegunda”.
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