¿A quién no se le ha derrumbado el mundo alguna vez? ¿Sentir que se desploman sobre sus cabezas edificaciones grandiosas con sus torres, capiteles, paradigmas y los más anhelados sueños que han rodado por las canteras?
Y se han quedado sepultadas e irremediablemente destruidas bajo todo ese montón de escombros esas joyas preciadas que le daban significación a nuestra existencia. Porque el mundo no es tan simple como muchos creen, las apariencias ocultan verdades indigeribles y como algunos somos crédulos por los resortes de la inercia, recibimos sin discusión alguna ese paquete que nos entregan y que contiene todo lo que necesitamos saber. Lo atesoramos y lo acatamos nada más que por simple pereza espiritual, por no ser capaces de buscar por nuestros propios medios las verdades que se nos mezquinan. Si todos indagáramos y buscáramos el motor, las aristas, los procesos y la magia que hace concordar a cada una de las piezas, si estudiáramos las intrincadas conexiones y posteriormente, si a este ingenio le faltasen aún las alas para sobrevolar cada una de nuestras expectativas, fuéramos tenaces y creativos para proveérselas. Y quizás por ser presos de los dogmas, al final se nos caen las estructuras y las verdades irrefutables, porque nos acodamos en la agradable comodidad de la autocomplacencia y nos esmeramos en apoltronar nuestra realidad en ese maravilloso país sin bandera, nación de papel crepé construida de tibiezas, país sin gobierno ni capital y en donde nos arrellanamos con la más absoluta de las displicencias.
Pues bien, cualquier día nos percatamos que nuestro orgullo también nos sirve de alfombra, que nuestra blandísima almohada está construida con infinitas partículas de la más refinada vanidad. Nos contemplamos en espejos que carecen de luna porque ya no la necesitamos, nos sabemos infalibles, nos admiramos y le sonreímos a ese artificio inútil, convencidos de nuestra genialidad. Y degustamos de este bienestar basado acaso por la indolencia, disfrutando de las noticias de este mundo que también se está cayendo a pedazos, lo que no nos importa porque la lejanía casi siempre reviste las situaciones de irrealidad y en ese instante lo concreto somos nosotros, con los matemáticos latidos que aseveran nuestra existencia y la ronda de seres que nos aman por todo lo que significamos para ellos.
Pero un buen día despertamos y acaso porque hasta nuestro organismo -si aún no el intelecto- se resiste a mentirse a sí mismo con tanto descaro y se nos aparecen desnudas cada una de aquellas que eran nuestras verdades, desmaquilladas, amorfas, hasta blandengues, y van dejándose caer a nuestra vera como monigotes inservibles. Es la realidad que acucia, que ciega los ojos y alumbra por fin ese entendimiento plagado de grasas envanecedoras, de azúcares coloquiales y sales halagadoras. Caminamos pues con los pies desnudos y a merced de los sofismas que nos punzan como espinas, nos asombramos ante la imagen de millones de jerarcas atorados en las agujas que conducen a los santísimos cielos, nos deprimen esas sonrisas desdibujadas, ya confesas de su falsedad. Y claro, duele, la pequeñez de nuestro ser nos asusta, la repudiamos, pero, paso a paso, sorteando falsos paradigmas y desnudos una vez más, quizás en algún momento comencemos a arroparnos con atuendos menos floridos, sin marcas rimbombantes, pero con un hálito de pureza que nos invite a ser una vez más, aún sin secarnos las lágrimas, pero convencidos de que nada limpia más el rostro que una sonrisa auténtica. Sobre todo si se esboza por fin un porvenir de estructuras sólidas que dignifiquen nuestras existencias.
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