Bien, ahí va. Le explico. Últimamente, al volver a casa por la tarde, siento como un dolor, por aquí en el pecho, del lado izquierdo, y si meto el dedo, acabo por encontrar un punto doloroso. Pero no termina aquí. Me sobresalto al oír el teléfono, como si me tiraran un petardo al culo y no puedo estarme quieto. Tengo que hacer cosas, cualesquiera, corregir unas cuantas tareas, plantar unos clavos o arrancar alguna que otra grama. Si me siento para leer, mirar la tele o incluso para no hacer nada (que me puede ocurrir, sí, sí), la eme del punto doloroso ese se me despierta. Ni hablar de mirar películas de guerra o telefilmes violentos ; soy incapaz de soportar el menor suspense un tanto angustioso. Entonces, me levanto, voy a beber un vaso de agua, a comer tres uvas, media manzana o un trocito de chocolate negro. Así me veo reducido a las comedias románticas, francesotas, inglesas o americanas, a los birrias soporíficas, a las nulidades televisuales, abundantes por cierto, pero, rediez, ¡eso no es vida!
Vengo tenso como cuerda de ballesta cuyo cuadrillo se va a liberar y mejor les viene a mis familiares estarse quietecitos. No aguanto casi nada, lo critico con acritud todo o casi todo. Bueno, después, por lo general me duermo sin problema, pero a eso de las dos o tres de la mañana, me tiene despierto el dolor ese que me hace darme la vuelta una y otra vez cual San Lorenzo en su parrilla y me aprieta en su torno como si el mismo Torquemada me aplicara el garrote. Confieso que en varias ocasiones creí de veras que me iba a dar un infarto y me entró algún pánico. Hasta me parece que alguna vez tuve que despertar a mi mujer.
No hay mal que por bien no venga, reza el refrán. Alguna verdad habrá en eso, ¿no? En mi caso, quizá sea que mientras estoy trabajando, voy bien. Y ¡hasta muy bien! Y sin embargo, si el tajo fuese la salud, ya sería noticia desde que el mundo es mundo y el hombre, expulsado del paraíso terrenal, debe buscar su pitanza sudando la gota gorda. ¿Seré yo anormal desde este punto de vista?
¡Menuda idea la de escoger un oficio con tan pocas horas de actividad y tantas semanas de vacaciones!
¿Cuántas? Apenas me atrevo a decírselo. Dieciséis, figúrese. Es de espanto, verdad, tanto ocio para ocupar sin poder "fare niente". ¿Quién, si no el Estado, puede pagar a gente que trabaja tan poco? Tiene razón. Seguro que adivinó Vd cuál es mi Administración. ¿Cuántas clases tengo que impartir por semana? Por favor, no me pregunte eso, que aumenta mi calvario. Vaya idea también la de querer ser docente, lograr una cátedra y profesar en clases universitarias en las que mi horario se reduce a once horas semanales por un intricado cálculo que a la misma Administración le resulta complicado. De haber quedado maestro, de las nueve a las cuatro y media, cinco días a la semana, habría estado frente a los alumnos y no hubiera tenido tiempo para pensar en ese maldito dolor, mientras que, en mi deplorable situación, ocurrió, ciertos años, que despachara en tres días a media jornada mis ridículas obligaciones de servicio. Claro está, tengo que preparar clases y puntuar tareas, pero, incluso alargando la cosa, y le puedo asegurar que voy corrigiendo con dosis homeopáticas, me queda demasiado tiempo libre para aceptar ese punto neurálgico persistente.
¿Que podría hacer horas extra?
Se está mofando. Ni hablar. ¿Quitarles el pan de la boca a todos esos jóvenes que piden entrada en la Institución? Nones. Y por lo demás, tengo que confesar que desde hace dos o tres años me parecen los escalones más altos, las letras impresas más pequeñas y los autobuses cada día más difíciles de coger al vuelo. No, no, no queda ni puede estar por ahí la solución y bien lo sabe. Lo que conviene, quiero decir lo que hay que mejorar urgentemente es mi tolerancia a la inactividad y al reposo.
¡Cuánta envidia le tengo al que puede dejar sin reparo vagabundear la mente para disfrutar del brillo de un rayo de sol, del andar emocionante de una transeúnte bonita, de la embriagadora armonía de una nueva melodía! Un epicurista distinguido, en fin, capaz de paladear el primer sorbo de la caña como el más eminente de esos placeres minúsculos cuya repetición hace la existencia ligera de vivir.
Afortunadamente, desde el año pasado, sé que tengo sano el corazón. Casi me rió a las narices el cardiólogo, ¡soltándome que lo había molestado por nada! ¿Cree Vd que en tan poco tiempo podría haber cambiado eso? No, ¿eh? Por eso, como el poeta, digo in petto : "Estáte quieto, oh dolor mío...", pero una cosa es decirlo y otra convencerse de ello y que el susodicho dolor cumpla aquel poético mandamiento no es, por desgracia, más que descabellada hipótesis.
Cierto es que tengo a mano una medicina, pero con el tiempo podría resultar peor que el mal. He notado, en efecto, que con un güisqui o dos, ese molesto dolor se esfumaba sin más rodeos. Será bueno sin duda para mis arterias, no lo discuto, pero, por una parte, todavía no lo toma en cargo el Seguro Social, que yo sepa, y por otra parte ya tengo la tez bastante cetrina para no querer agravar el caso. Pero, en fin, puntualmente, en una que otra ocasión no podría venirme mal. Además, resulta más agradable al paladar un buen malt que la más variopinta cápsula o pastilla, qué duda cabe.
Hablemos un poco de ésas. Les tengo horror a las primeras que la pobre de mi madre tenía que hacerme ingerir con cantidad de mermelada para que yo lograra tragarlas sin cambiar la peseta. Y en cuanto a las segundas, entre hipertensión y colesterol, ya tengo bastante, ¿no le parece?
¿Es grave, doctor?
©Pierre-Alain GASSE, noviembre de 2002. |