“A este mundo terreno, Cristo, Señor mío me has mandado
y entero, sin escatimar nada lo he recorrido;
ahora imploro tu gracia, guardián celoso del pecado;
la semilla de muerte que has sembrado, otros la cosechen
y haz que en su tumba le florezca
el clavel de mi llanto y a tu lado ella vaya”
(Yorgos Seferis)
Mortuoria
No, no me cansa ni pierdo la ilusión de leer lo que escribes en este valle de agapantos y de florecillas azuladas. En cada lectura tuya descubro un atardecer macilento y siento que un viento gélido mece agorero los asfódelos, las violetas y los jacintos que amorosa cultivas.
Mustia, altiva, te rehúsas a las despedidas y te has dado a la terea como la Penélope de Ítaca de tejer y destejer tu mortaja. Mientras yo espero paciente deshojando los veinte pétalos de una flor de cempasúchil para leer tu epitafio o al menos de tu pluma un sincero obituario.
Espero a diario el deleite de lo que escribes y si la fortuna me fuera adversa bajaré al mismo infierno como Heracles para leer un poema póstumo tuyo, que por ahora solo es mariposa negra en su capullo. Iré más allá del bosque de Perséfone y cual Odiseo he de encontrar el camino de retorno a lo mío.
Un verso apagado sin final, como dijo Seferis, al menos un desvarío, eso escribe para mí, para todos, como una apología de muerte. Entonces de las mentes herrumbrosas brotaran en medio de siemprevivas, violetas y otras flores luctuosas. Nacer, languidecer, morir y renacer es el ciclo perenne de la vida.
Mientras tanto yo espero, paciente, acompasando mi aliento a los granos de arena del reloj de tu vida, a que escribas tus últimas letras dolientes y yo desprendiendo uno a uno los veinte pétalos de una flor de cempasúchil que los vientos de oriente y poniente elevan al cielo como mariposas amarillas.
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