Presentado en el "Reto 10 años de walas en la página"
La herencia
Aquella tarde, Elcira se sorprendió gratamente al recibir un llamado de Julia, de la que no había tenido más noticias desde que, dos años atrás, ella la había recibido en su propio hogar, aún sin conocerla, ante la inesperada internación de su esposo en un hospital de Buenos Aires capital.
El hecho de haber trabajado en un colegio religioso de su ciudad como “Maestra de labores” le había permitido a Elcira trabar cierta amistad con una monja llamada Rina, que pertenecía a aquel colegio, ubicado en la provincia de Buenos Aires.
En aquella oportunidad, Rina, la monja, pudo convencer a su hermana Julia de que hospedara a Elcira en su casa capitalina, aun sin conocerla, ante la emergencia de la situación que atravesaba su familia.
Ahora, a dos años del suceso que terminó trágicamente con la muerte de su esposo, Elcira se alegró de escuchar la voz de su circunstancial amiga Julia y se disculpó por su silencio de dos años, después de aquel inesperado trance que le tocó vivir: un inesperado corte de energía eléctrica había conducido a un fatal desenlace la intervención a la que fuera sometido su esposo.
—Elcira, me encantaría que viajaras a visitarme a Buenos Aires. ¡Tengo tanto para contarte! —La voz de Julia denotaba una gran tristeza— No son todas buenas pero la vida sigue…
Elcira se sintió casi feliz con la propuesta. Ella también necesitaba su amistad, y aunque no podía ni siquiera sospechar la verdadera situación que atravesaba Julia, le prometió una visita.
El micro llegó con algún atraso, pero Julia la estaba esperando. Cada una por su parte lloró con lágrimas contenidas desde hacía un tiempo y ya en el domicilio, café de por medio, las dos mujeres se dispusieron a conversar largo y tendido sobre su propia vida.
—¿Y Ernesto? —había preguntado Elcira.
—Se ha ido. —La voz de Julia denotaba un gran pesar.
Elcira no lo podía creer. Jamás había visto a alguien más enamorado que aquel hombre de su mujer, a la que llenaba de regalos y atenciones. La atendía como a una reina y había puesto a su nombre aquella regia casa en donde vivían, amoblada y decorada con impecable estilo y suntuosidad.
—La falta de hijos deterioró nuestra relación— se lamentaba Julia. — Él estaba obsesionado por conseguirlo. Tanto que llegué a enfermarme. Por esa causa tengo una severa deficiencia cardíaca y dependo de medicación para controlarla.
Y así siguió poniéndola al tanto de su pesadilla.
—Ernesto había comenzado a ausentarse de casa los fines de semana con distintos pretextos, la mayoría relacionados con su trabajo hasta que, después de un tiempo, decidí contratar los servicios de un detective para que siguiera sus pasos. Sospechaba una infidelidad, aún cuando en miles de detalles, él seguía tratando de demostrarme su amor.
Julia no podía parar de hablar y se agitaba cada vez más.
—El detective no tardó en llamarme una noche en la que yo me encontraba dando vueltas en mi auto tratando también de encontrar su paradero.
—“Estoy a veinte minutos de allí. Llegaré en diez,”—le dije, y poco después estacioné mi automóvil en el lugar indicado. Estaba frente a un lujoso hotel ubicado en un conocido barrio de Buenos Aires.
Un rato más tarde los vi salir. Iban abrazados y parecían felices. La mujer acusaba una incipiente gravidez.
—“La araña ha cazado un par de moscas,”—pensé con despecho. No recordaba dónde había escuchado antes esa frase, pero no dudé de que alguien la había elaborado para mostrar una situación como la de los tres que nos encontrábamos en la escalinata de la amoblada.
—Ellos me vieron y callaron. Silencios incómodos. ¿Por qué sentimos la necesidad de romperlos con el fin de estar cómodos? No. No había nada para decir porque ya todo estaba dicho. Mi castillo de cristal se había hecho trizas en medio de un silencio sepulcral.
Volví a casa agobiada. Llamé al hospital porque casi no podía respirar. Entonces me medicaron con unas gotitas sublinguales para los momentos de crisis.
Al otro día le pedí el divorcio a mi marido.
Lo vi desesperado. No sabía cómo explicarme lo inexplicable. Aun así no quiso concederme el divorcio. Decía amarme.
De repente, en medio de esta evocación, Julia cayó desplomada al suelo y levantando dificultosamente la cabeza le hizo señas desesperadas a Elcira indicando su boca. Necesitaba la medicación.
Después de unos eternos minutos de búsqueda Elcira encontró en unos cajones la medicina, pero al tratar de administrársela comprobó que Julia yacía en el suelo sin signos vitales.
En medio de este duro trance, Elcira pidió ayuda a una vecina, quien acudió de inmediato, aunque ya nada pudieron hacer por ella.
Ante la evidencia de la muerte alertaron a una vecina, y ésta se sobresaltó, pero inmediatamente se recompuso y le pidió a Elcira que le ayude a llevar a su propia casa todos los artículos de valor que la dueña de casa poseía, entre ellos dinero, joyas y elementos del hogar. Parecía enloquecida y Elcira no sabía qué hacer.
Finalmente, la vecina le confesó a Elcira que era un pacto que habían planeado para evitar que los bienes pasaran a manos de la hermana religiosa de Julia, y por ende a la congregación a la que estaba consagrada ya que sobradas veces habían dado signos de avaricia e interés por esas pertenencias.
Por encima de un paredón del patio fueron pasando los objetos más valiosos y únicamente después Elcira atinó a llamar por teléfono a las religiosas contándoles lo sucedido, sin comentar nada sobre el secuestro de los bienes materiales.
Pocos minutos después aparecieron las monjas: semi vestidas, despeinadas, nerviosas, impresentables; todas miraban hacia el interior de las habitaciones buscando objetos de valor.
Se sorprendieron al ver que faltaban gran parte de las cosas que sabían eran propiedad de Julia, y Elcira no supo explicarles el paradero de tales tesoros. Prefirió callar. ¿Por qué contarles lo de la vecina?
De nuevo se acordó de los silencios incómodos.
Sobrevinieron momentos eternos. Después el médico, la funeraria, la policía, las indagaciones… Elvira pudo fundamentar su presencia en ese lugar y poco más tarde regresó a su ciudad.
Mucho tiempo después se supo que la hermosa residencia, propiedad de la malograda Julia, había pasado a manos de la hija de Ernesto, su esposo, y de aquella amante con quien lo habían sorprendido, y que aquella hija figuraba en el Registro Civil como hija legítima del matrimonio formado por Julia y Ernesto.
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