Qué raíces más profundas aquellas que no han bebido del néctar implacable de la conciencia. Éstas nadan profundas en las mareas incognoscibles del inconsciente. Tan profundas y sosegadas, misteriosas como las miradas de un gato ensoñado.

Hallarse ante aquella nebulosa desconocida que trata con brutal violencia no es fácil; claro que no. Te aplasta y desgarra, te pisotea los valores y al final te desarma... hunde cada golpe doloroso más allá de lo que crees poder soportar, te sujeta con furiosa naturaleza, aunque intentes esconderte o aislarte de aquella brutalidad, desconectarte de todo lo que das por cierto... la impotencia, aquella emoción tan humana como a la vez destructiva, te desintegra más allá de la materia ordinaria.

Desfragmentado en múltiples versiones que atormentan tu cómoda realidad, la torre se quiebra, la danza azul de la destrucción resuena imponiéndose sobre el silencio, y cala cada rincón. Muy hondo. Muy profundo. Ya maltrecho la violencia no para, te persigue y da alcance con zancadas titánicas, divinas, destruyendo la sustancia de la que te haz alimentado. Los golpes siguen su inercia y no parecen detenerse, no permiten hilar nada, al parecer esa es su cometido... destruirte y abandonarte en un abismo irreconocible y sin nombre, donde habitan los demonios de los cuáles nunca te haz enterado.