Eugenia - Final de El Gato
Dejando el diario a un costado, Eugenia se sacó los anteojos que la hacían parecer mayor. Con ademanes pausados extrajo las horquillas que ajustaban a su cabeza la peluca gris, liberándose de esa molestia adicional a la que se obligaba a diario. Una llamarada asomó al espejo coronándola; con igual parsimonia primero colocó la peluca en su cabezal sobre la cómoda y luego soltó el rodete que inmovilizaba su cabello, quedando envuelta en una deslumbrante melena que caía como una sangrienta cascada sobre sus hombros. Acercó su rostro al espejo y se miró crítica. Era hermosa. Nadie en ese lugar lo sabía, pero era hermosa. Ella no dejaba que lo notasen, no estaba dentro de sus planes.
Notó que sus ojos que unos días antes lucían casi grisáceos, habían recuperado el color verde intenso que a tantos había hechizado; con satisfacción observó que las pequeñas arruguitas cuya repentina aparición la preocuparan en demasía, ahora habían desaparecido, dejando su piel tersa y suave como la de una adolescente.
Mientras se observaba en el amplio espejo, desprendió sensualmente los botones del amplio y oscuro vestido que la cubría ocultando totalmente sus formas, dejándolo caer hasta el piso. Su cuerpo blanco y cimbreante emergió, en todo su esplendor. Era perfecta y lo disfrutaba. Un escalofrío de placer, casi un orgasmo la recorrió íntegra. Estaba completamente desnuda y sólo mantenía sobre su cuerpo una pequeña cadena de oro alrededor de su garganta de dónde pendía un minúsculo frasco de cristal azul.
Odiaba ese disfraz con el que debía cubrirse durante un tiempo cada diez años, pero era el más acertado de todos. Nadie sospechaba de ella y de esta manera conseguía trabajo dónde fuera.
Sabía elegir los lugares, siempre eran pequeñas villas o pueblos aislados dónde todos se conocían. Allí los vecinos eran más solidarios y estaban siempre dispuestos a ayudar a una mujer mayor y sola, que aparecía temerosa y tímida con una pequeña valija, buscando un lugar dónde vivir y trabajar; sobre todo si llegaba en el momento oportuno, cuando casualmente, unos días antes, la persona que cumplía las tareas de bibliotecario del lugar había fallecido de forma repentina y nadie quería ocupar un puesto tan mal pago, que, además, requería conocimientos. Ella los tenía, conocía más sobre libros que cualquier persona en este mundo y no le interesaba el dinero.
Ahora ya estaba casi lista, el ciclo se había cumplido y podría dejar ese disfraz deprimente, irse lejos y volver a ser la mujer más hermosa del mundo, la más admirada, aquella por la que se habían desatado guerras y destruido imperios, una deidad viviente cuyas diferentes apariciones habían torcido durante siglos el destino del mundo.
Lejos quedaron los días aciagos en que viera su hermosura marchitarse y horrorizada tener la certeza de seguir el camino ineludible de todos los humanos. Ella se había negado a ese fatal designio y buscó desesperada la forma de detener el tiempo. Estudió todos los libros de los grandes maestros, logró gracias a su belleza y sus ardides que aquellos que deseaban poseerla le trajeran libros de diferentes lugares, de lo largo y ancho de su mundo antiguo; ése era el precio que debían pagar para lograr sus favores. Fue en esa época la mujer más inteligente del universo y también la más deseada.
Cuando era una mujer madura cuya hermosura declinaba peligrosamente y ya creía haber perdido todas las esperanzas, encontró el libro que apareció de forma misteriosa en su recámara. A través de su lectura se le abrieron las puertas de otro mundo y encontró a ese ser magnífico del cual obtuvo la forma de recuperar la belleza perdida y conquistar la inmortalidad. Inmediatamente se convirtieron en amantes, eran tal para cual, la perfección y el poder.
Sólo debía realizar una ofrenda propicia cada diez años y sus signos de envejecimiento desaparecían instantáneamente. Luego debía utilizar su belleza y su astucia para ayudarlo en su misión. Así sería hasta el día en que Él se presentara al mundo, hasta que todos lo reconocieran como quien realmente era, hasta que todos agacharan la cabeza ante su presencia y ella sería entonces su consorte eterna.
Pronto se iría de ese pueblo, ya nada tenía que hacer allí. Él ya tenía tejidas las redes para su próximo destino, un país en el centro de Europa dónde un hombre poderoso estaba creciendo políticamente creando disconformidad en países limítrofes; su misión era enamorarlo y ser la causante de unas de las peores guerras de la humanidad y así continuar hasta lograr que el mundo se destrozara y se dividiera totalmente, permitiendo que las huestes del Mal lo invadieran.
Prendió velas en todas las habitaciones y se recostó entre almohadones de raso negro dónde el rojo de sus cabellos y la blancura de su piel resaltaban escandalosamente, le gustaba deslumbrarlo y demostrarle que si bien él era el poderoso, ella era el medio que utilizaría, su mejor arma.
Sintió que se humedecía ante la perspectiva del próximo encuentro, sabía que pronto sería nuevamente suya, como ocurría cada década, la última noche de otoño.
En el pequeño frasco de cristal azul que colgaba de la cadena de oro que cernía su garganta, gemía el alma que había obtenido para ofrendarle en agradecimiento por su belleza eterna.
Sobre la cómoda había quedado el diario local con la noticia del suicido de una muy querida vecina, esposa y madre, quien había enloquecido imprevistamente. Según el informe policial, la desgraciada mujer se abrió el estómago con la misma cuchilla con la que había descuartizado y decapitado a su gato para luego crucificarlo sobre una mesa.
Nada le agradaba más a su señor que el alma de un suicida.
María Magdalena Gabetta
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