No queda nada más en mi congelador
que unos cuantos tentáculos del pulpo
que atrapé en la última ida al mar.

Recuerdo el sádico momento
en que con un hacha le corté la cabeza
sin pensar en el sufrimiento ajeno,
aunque igual intenté hacerlo rápido
para que la tortura fuera mínima.
La piedad que siempre me traiciona
la había dejado en casa guardada en un baúl
donde tengo todas mis decisiones tardías.

El pulpo movió sus tentáculos
varios minutos después del corte.
Se me pegaron en los zapatos,
como queriendo atraparme
para cobrar venganza.

Los tentáculos del pulpo
son como aquellas ideas
que siempre se cortan de raíz
sin que me de cuenta,
así como el pulpo
que nunca se dio cuenta
que yo lo iba a cortar.

Ahora que tengo sus tentáculos
y quiero cocinar algo en mi sartén,
me acabo de dar cuenta
que no sé cocinarlo,
así que a la basura lo tiraré.

Es un desperdicio de cuerpo,
un desperdicio de ideas,
un desperdicio de sufrimiento,
como lo hacemos todos los días
cada vez que queremos
cortar la cabeza del pulpo.