Llueve. Demasiado. Ya casi que empieza a perderse la poesía que trae consigo, sin querer, la lluvia cuando cae así. No hay como escapar, apenas un resguardo. Se hace gris la marea que me rodea. Sin rostros. Sin palabras. Como si algo se lavara por demás con la excusa de tamaño vendaval.
Me retorcí en mi piloto, tan raído como yo aunque no tan avejentado, y dispuse el poco coraje que a esa altura me quedaba para llegar hasta el bar. Veinte metros, no más.
Llegar hasta Laura nunca ha sido sencillo para mí. Mi aridez, su lejanía y hasta nuestras distintas concepciones de la prisa, han sido insalvables escollos que nos han ido venciendo, uno a uno, por siempre. Incluso hoy. Especialmente hoy, donde cuento como centavos los rasgos de mí que siempre han sido suyos.
A cada paso repaso mis excusas. Una a una voy alineando las razones que han hecho de mí este remiendo y de ella ese objeto tan perfecto. Hoy soy este cuenco añejo y astillado, del que ya se han ido las bondades y solo permanecen los resabios del sabor que ella ha dejado. Parcelas de mí que nunca fueron mías, presas de ella, adormecidas.
Etérea como siempre, Laura luce igual que en los sueños que icé en toda esta vida sin su sombra a mi costado. Hasta el humo sigiloso de su eterno tazón de café combina con su pecho de cielo. Perfecta en su más profunda perfección, como en cada recuerdo al que aún me aferro.
La vida está llena de huídas que ennoblecen. De proezas en silencio y de cobardías que todo lo sumergen. Llueve demasiado. Sobre todo para mí.