El tiempo no corre igual en soledad.
Así como la más perfecta pieza de jazz no dura lo mismo cada vez, las horas nunca corren igual. Los pasos varían y lo espeso de las esperas puede también variar. Llegar a destino puede durar una eternidad, o incluso nuestro inconsciente apuro pone en evidencia al arribar al mismo lugar que aún resta mucho por andar.
Imaginarla hace la espera cuesta arriba. Los recuerdos de su última estadía se amontonan y es tanto el óxido que me ha dejado esta soledad que ya no los sé ordenar. Podría deletrear cada cosa que me dijo esa vez, respetando cada punto y cada risa. Recuerdo qué comimos; cuanto bebimos y de que cosas nos perdimos por reír. Sí, aún recuerdo cuanto nos reímos. He repasado desde que se fue todos mis errores. Sé cuando hablé de más y cuando callé. Cuando falté. Hasta tengo claro el momento en que escapé. Esperarla pone todo en su lugar, salvo su ausencia, imposible de acallar.
No debe haber peor sensación que esa que nos invade cuando no nos sentimos correspondidos. Esa brecha que nos parte el corazón en dos cuando eso que soñamos se hace añicos y, aunque se cure con el tiempo, confirma que nada en nosotros volverá a ser parecido. Y es el temor a esa sensación lo que nos hace tan cobardes, como yo, que rememoro todo lo que esa vez estuvo bien para intentar que esta vez también lo esté.
Falta. Bastante. La ansiedad es, acaso, el peor maridaje posible para acompañar la soledad. En este instante, pagaría lo que fuera por ya estar en la foto del después. Por saber cómo salió. Si sobreviví, y, sobre todo si ella aún descansa al lado mío.