Lo odié desde el primer momento, se presentó de improviso en mi vida como si el propio infierno lo hubiera vomitado. Era un personaje siniestro, sin embargo todos los que le conocieron quedaron cautivos bajo su hechizo. Les advertí que no confiaran, que era la reencarnación del mal. No me escucharon.
Mi vida había dejado de tener valor desde el momento en que él hizo su intromisión en ella. Quise resistirme a él, pero fue superior, la piel se me erizaba ante su sola presencia y muchas noches comencé a padecer de un tenaz insomnio ante el temor que irrumpiera en mi habitación encontrándome dormido y a su merced.
Supe, sin ninguna duda, que en algún momento nos enfrentaríamos en un duelo a muerte y eso sería cuando él descubriera que yo conocía hasta sus más íntimos pensamientos. Mi temor, con fundamentos, era que él también conociera los míos.
Tendría que ser más astuto que él y matarlo sin darle oportunidad. No podía correr riesgos.
Aunque nadie de mis conocidos lo hubiera creído, me convertí en su casi esclavo y lo peor de todo es que fui testigo y cómplice de sus más aberrantes crímenes. No podía evitarlo, me dominaba.
Noche a noche su mirada me perseguía exigiendo que me esforzara más y más en su provecho. Su risa canalla e irónica sacudía mi interior inflamando mi sangre con un rencor no exento del temor que su presencia me producía. Él lo sabía, pero sabía que como una droga y a pesar de mi odio, yo era un dependiente de su fascinación.
Era más que un mal bicho, era un demonio inhumano y sádico con una personalidad subyugante que ocultaba sus perversidades. El mundo en el cual nos movíamos y en el que anteriormente yo había sido casi un dios, lo adoró y cuando menos lo imaginaba, pasó a ocupar el primer lugar y yo a ser su más denigrado servidor.
Conmigo era descarado, me enfrentaba sin necesidad de subterfugios, ambos sabíamos quien era el contrincante. Yo lo odiaba y él me odiaba, no existían los términos medios.
Su mayor placer era burlarse de mis limitaciones, hacerme sentir un gusano, reírse constantemente de mi torpeza. Sabía que era superior y que a pesar de la simbiosis que nos unía, él era más poderoso, más fuerte y mucho, pero mucho más inteligente.
Por su culpa pasaba mis días y noches afiebrado, bebiendo, fumando, rezumando el odio que sentía, ideando las mil formas de acabar con ese ser maligno, con esa aberración de la naturaleza. Hubo momentos en que sospeché que era inmortal y que nos sobreviviría a todos, tomando más y más fuerza a través de los tiempos.
Fui mudo y obligado testigo de sus abusos en el entorno en el que se movía como un rey absoluto y veía impotente como una a una las personas que en un principio lo adoraron eran destruidas, pero nadie parecía notar la telaraña en la que él los envolvía.
Enloquecí cuando atrapó bajo su hipnótica personalidad a la dulce y cándida Rocío, una bella joven a la cual yo adoraba, convirtiéndola en una adicta sin voluntad; una piltrafa humana que finalmente se suicidó, tiñendo de rojo mis lágrimas de impotencia.
- ¡Pude haberla salvado! - grité desesperado sintiéndome cómplice necesario de su crimen.
Fue después de ese desgraciado hecho que decidí acabar con él, no soportaba más, me estaba destruyendo, sabía que su próxima víctima sería yo, tenía que anticiparme, debía anticiparme. Lo haría esa noche. Pondría fin a esa historia de perversión.
Fríamente, sin hacer caso a su mirada desorbitada, ni a su gesto de demanda al comprender mis intenciones, tomé una goma y borré su nombre de cada página de mi libro. Para que no resucitara, utilicé mi mejor arma, la palabra que acabaría con su maleficio: “FIN”.
María Magdalena Gabetta
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