Algo arremolinaba la tarde cuando en medio del tráfago, la distinguió. Como la distancia que mediaba entre ambos no era poca, el hombre apuró el paso y cuando la tuvo al alcance, la invitó a recorrer ese parque y lo curioso no fue que ella haya aceptado, siendo que ambos eran desconocidos el uno para el otro, sino que el ventarrón que casi doblaba en dos los árboles y hacía claquetear las ventanas cercanas, obligó a retroceder a las personas.
Los dos, tomados del brazo y ajenos a la repentina tormenta, prosiguieron su paseo con una sonrisa en sus rostros. Pero algo ocurrió que obligó al hombre a desandar el trayecto y posarse en el punto opuesto al de la mujer. Y desde allí le hizo señas para que se aproximara, encontrándose ambos en la mitad de ese paseo, instante en que el ventarrón los hizo girar en redondo, él haciéndole señas a ella para que no perdiera pie, mientras la mujer se agarraba su falda para que el viento no traveseara con su pudor. El ventarrón, derivado en remolino, hizo de ellos dos marionetas que dibujaban un ocho en el pasto y cuando ambos estuvieron frente a frente, la hojarasca los envolvió y quedaron abrazados emulando un beso. La tensión del instante parecía enlazarlos, pero la mujer, sin mediar ningún contratiempo, se dio media vuelta y se alejó. El hombre la imitó con una extraña satisfacción en su rostro. La cueca había terminado.
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