Me gustaba regresar a mi casa con la satisfacción del deber cumplido. Ya era de noche cuando el colectivo recorría las calles por donde caminaba poca gente. Se veía el asfalto mojado, quizás demasiado resbaladizo. Pero no había llovido, de eso yo estaba seguro porque la lluvia hubiera cambiado mi ánimo por completo. El viaje de regreso parecía durar más que cualquier otro, y siempre había tiempo para los detalles. Flotaban por todos lados y solamente había que estar atento a ellos, entonces yo me preguntaba si las demás personas también le daban importancia a ese perfume, a esa canción, a esa cara fatigada, a ese vidrio un poco empañado, y a esos nombres escritos con fibrón en el respaldo de casi todos los asientos. Yo también conocía un nombre para escribir justo al lado del mío, pero el colectivero miraba a cada rato por el espejo y me hubiera llamado la atención enseguida, aunque lo importante no era eso, lo importante era saber un nombre además del propio, y aprender a dibujarlo en el aire con los ojos cerrados, darle un aroma y un color, y también estar seguro de que ese nombre formaba parte de una historia importante. Era increíble tener tanto tiempo para pensar en solamente veinte minutos, antes de que el colectivo girara en una esquina, después en la otra y entonces se quedara esperando a cruzar la avenida, donde yo tenía que dejar de pensar tanto porque ya era momento de bajarme en la siguiente calle, caminar unos metros saltando algún charco, con ganas de comprar un delicioso chocolate en el kiosquito de la esquina.
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