La señora Hortensia llega siempre a las nueve de la mañana. El reloj a veces la delata a las nueve y dos minutos y en otras, a las nueve y cinco. Pero, como el organismo intrincado del aparato que cuelga de la pared no fue pensado para la delación, sólo pareciera cerrarle un ojo a la doña y continua con su silencioso andar.
La mujer vive en esos lugares extremos en donde la ciudad comienza a deshilacharse en casuchitas modestas enclavadas en tierrales, con la fatal ausencia de árboles que reverdezcan el paisaje. Pero, a manotazos con las condiciones adversas de su situación económica, se despega de su camastro para cumplir con la odisea de todos los días. Porque odisea es encontrar un móvil que la saque de esos extramuros y la acerque a otro medio de locomoción que la aproxime a su trabajo.
-Hoy es viernes- dice con esa voz de violín desafinado el anciano que ella cuida.
-No don Rubén. Hoy es jueves.
-Viernes.
-Jueves.
Y la señora Hortensia, o Tenchita, como la nombra el viejo, le coloca delante de sus ojos bizcos el periódico del día. Y el nonagenario se convence a medias, porque parece que la combinación de todos los medicamentos que consume para sobrevivir le han desajustado su reloj biológico.
Y doña Hortensia le enciende el televisor y se escapa a la cocina para preparar el almuerzo. Pica las verduras con maestría, el brócoli, la cebolla y una endivia y corta en cruz un tomate como para sacralizar la situación. Y mientras escucha las melodías de una radio popular, pela papas que luego sumerge en el patíbulo de la olla hirviente.
Realizadas todas las labores habituales, se desprende del delantal que la inviste de cuidadora, llega la hija del anciano y se produce el relevo. –Don Rubén se portó bien, en el libro están todas las novedades del día. -Hasta mañana. -Hasta mañana.
Al día siguiente, la señora Hortensia llega a las nueve exactas. Pero algo ha cambiado esta vez. Una sombra imprecisa oscurece ese hogar. Se sorprende al encontrarse a boca de jarro con la hija de don Rubén. Lágrimas ruedan por sus facciones. ¡Oh Dios!
-Lo fui a despertar para proporcionarle el medicamento de las seis y… la voz de la hija se quiebra para transformarse en un sollozo.
-Doña Hortensia se lleva las manos a su rostro para que esa sensación de sorpresa, de miedo y de todas las que pudieran caberle en ese momento, no se le desborden.
Y las dos mujeres se abrazan desoladas con esa intensidad de dolor distinto, pero hermanadas de alguna forma.
-Y anoche estaba tan animado, tan contento. Me encargó que le trajera esas galletas que le gustaban tanto y antes de dormirse me preguntó qué día estábamos viviendo. Estaba seguro que era viernes.
Y las dos mujeres soportan como pueden lo inevitable, llorando por la desgracia que les cayó tan de sorpresa. Y ambas concluyen al rato - dibujándose en sus rostros una tímida sonrisa que equivale a un relumbrón de sol cortando la tormenta -que el pobre de don Rubén sí que se murió en la víspera.
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