Cuando voy al centro, a veces nuestro microbús se detiene junto a un autobús.  Desde la ventanilla puedo observar cómo los usuarios están quietos, concentrados en sus móviles. Me pregunto si están leyendo nuestros cuentos (ojalá que fuera así) pero enseguida veo que mandan un whatsapp o un chat de facebook. Hay algunos que todavía leen un libro, pero cada vez son menos. En cualquier caso, no tengo nada que objetar; cada uno es libre para evadirse del reducido espacio. Lo que no me parece bien cuando llegan a su parada y se bajan del autobús, continúan mandandose whatsapps, ajeno a la realidad que le rodea. Me recuerda a una secuencia de la entrada de obreros en la fábrica de la película Metrópolis de Fritz Lang. Rostros sin expresiones, vestidos con el mismo uniformes, van a sus puestos de trabajo en silencio. Ahora somos esclavos del móvil, pues nos despertamos, vamos al trabajo, quedamos con los amigos y nos acostamos con él. No me extrañaría si una persona se cayese en mitad de la calle, alguien le dijera: "no se preocupe, ya he mandado un whatsapp con una foto suya al 112. Enseguida le atienderán". Y se marcha tan tranquilo, ignorando si necesita algo más.

 Desgraciadamente, el pasado mes de mayo la realidad volvió a superar a la ficción. Una trabajadora de Iveco se suicidó porque un compañero de trabajo difundió un video íntimo de su móvil. Quizás deberíamos apagar nuestros móviles un rato para reflexionar sobre su uso. Ya no se trata de un problema de adicción, sino también nos puede matar.