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Desde el umbral del insomnio le escribió una carta, pero no una de esas cartas que ahora se mandan desde la computadora, quiso regresar al estado exacto del esfuerzo, del lápiz y el papel. Había querido escribir con letra cursiva pero ya era en vano, con trabajos y podía hacer la letra de molde.

La carta era una joya, simplemente una redacción impecable a pesar de algunos tachones que tuvo al sustituir una palabra por otra, que consideró, más acorde. No buscó metáforas elevadas o estúpidas hipérboles, no utilizó palabras elegantes que le dieran un matiz rosa a los sentimientos, simplemente utilizó las adecuadas, las acordes a los sentimientos.

Así desbordó cada uno de sus pensamientos, así inundó la soledad del papel con míseras experiencias y pensamientos hacia ella, la forma en que cada noche tocándose el cuerpo invocó su nombre, el deseo y nerviosismo que le había provocado cada una de las veces que estando cerca su nombre había pronunciado.

Ahí estaba él, en el rincón de su cama desde dónde cada día los metiches rayos del sol se filtraban por una persiana descuidada y roída, los mismos que le indicaban que era el momento de comenzar, pero también el lugar donde noche tras noche daba por concluida toda su jornada.

Seguramente al apagar la luz, algún rizo de la luna acariciaría su frente. En tanto, con el torso desnudo, y medio enredado entre sábanas continuaba su escritura, de vez en vez sus pies se encogían al llamado de sus piernas, pero la vista estaba completamente en el papel, en el desfogue de palabras, en la catarsis del grafito, en ella.

El alma había quedado ahí, entre comas y acentos bien colocados, en la elocuencia de la palabra escrita, todo lo que había querido, todo lo que anhelaba, pero sobre todo, aquello que siempre tuvo pero que se negó a poseer: los besos, el cuerpo, la carne, el sexo…

Un cigarrillo más, la ceniza ya no cabe en el cristal, el fuego quema el tabaco como el dolor quema su cuerpo, sus pies vuelven a encogerse, ha llegado una erección, y él habita en su papel, esta vez no apaga la luz, así se queda, encendida camuflada entre los rayos del sol que acuden nuevamente al llamado de la rotación terrestre, ahí está la mejor carta, ahí está su vida.

Las piernas se encogen y el rigor mortis no duda en embestir, en llevárselo mientras el cigarro termina de consumirse en el cenicero, a lo lejos una fotografía, sobre el cuerpo una carta que dice todo pero no dice el nombre, hasta en la despedida no logró concretarlo.


Texto agregado el 14-06-2019, y leído por 70 visitantes. (0 votos)


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