Porque suele suceder

Éramos en los primeros tiempos de nuestra relación como dos plumas que surcaban los cielos de la utopía con el viento a favor. Fuimos por aquellos días dos diestros bailarines que en la pista de lo imposible nos deslizábamos acompasados acariciándonos sin rubor. Acostumbrábamos escondernos detrás de nuestras sombras, cómplices insatisfechos para hacernos el amor. No, no éramos un tú y yo, tampoco fuimos un nosotros, sino que nos convertimos en practicantes irreverentes de un nuevo pronombre que solo conocíamos los dos.

Ahora somos, porque suele suceder, como dos copos de nieve que se deshielan a destiempo; dos peregrinos penitentes en busca de ermitas diferentes para expiar esos recuerdos. Hoy somos aguas que fueron cristalinas, ahora estancadas en un fango pestilente donde las ranas croan una multisonara sonatina a la rutina. Y lo intentamos, ¡por Dios que lo intentamos! Y mira cómo terminamos, como el salmón en el cardumen, nadando juntos contracorriente, para terminar chapoteando en aguas desconocidas en espera de… la muerte.