Cuando nombro a Volcán la primera imagen que imagina mi interlocutor es una montaña vomitando lava y fuego. Pero si quien me escucha es jujeño o conoce la Quebrada de Humahuaca sabe que hablo de ese pequeño pueblo de apenas un kilómetro y medio cuadrado, a dos mil ochenta y cuatro metros sobre el nivel del mar y de apenas poco más de mil quinientos habitantes que no se ven, porque si bien figuran en las estadísticas, se podrán ver a diario no más de quinientos.
Situado a orillas del río Grande que atraviesa la quebrada de Norte a Sur, está rodeado de cerros con la mala costumbre de producir aludes en la época de lluvias. Detrás de los cerros del Este están las Yungas, y detrás de los del Oeste la Puna.
Pisé su tierra por primera vez allá por febrero de 2007. Para mí era algo nuevo, lo veía muy sencillo.
Fue al amanecer del 4 de febrero cuando al despertar me dirigí al jardín del fondo de la casa de mi amigo Gustavo, en patas, como a mí me gusta sentir la tierra. Levanté mi vista hacia el cerro más cercano, apenas a unos seiscientos metros de distancia y me conmovió ver como sobre su cima se posaban las nubes, inmóviles, como pintadas. Me percaté de inmediato de que no se escuchaba el menor de los sonidos. Nada se escuchaba a mi alrededor, nada se movía, solo yo girando sobre mis talones. Es difícil para mí poder describir esa sensación mágica de ver un Universo detenido y solo yo moviéndome en él.
Fue mi mayor contacto con la Pachamama.
Fue descubrir mi lugar en el Universo.