13 El principio del fin
El día agonizaba y los últimos rayos de luz le escatimaban el dominio a la noche. A pesar de que todavía era muy temprano y se estaban saltando la merienda y la sesión nocturna de radio, el Padre dijo con voz que parecía venir de muy lejos:
—Vamos a dormir, que mañana madrugamos. Ni la Madre ni el jovencito comentaron nada, sólo se miraron, cómplices, como diciendo “entendemos, se siente mal”. Ya en la cama, ninguno de los tres podía conciliar el sueño, sólo se oía el canto de los grillos, mezclado con el silencio de la noche; la incertidumbre le impedía dormir a la familia pues pronto se separaría. Acostados es la posición preferida para que miedos, preocupaciones, angustias y ambiciones afloren y provoquen insomnio y dolor en los ojos, como si cuervos picotearan las cuencas. El muchachito no sabía a dónde se trasladaría y no quería ir, un futuro incierto lo atemorizaba, él prefería quedarse en casa, en sus montañas, qué importaba que la mina no fuese pródiga en minerales.
A sólo unos pasos de la cama del jovencito, la Madre simulaba dormir, aunque estaba acostumbrada a las partidas, a veces a la del Padre, o la del Hijo, en esta ocasión se marchaban los dos al mismo tiempo, uno muy enfermo y el otro desamparado. No podía apartar de su mente la conversación que unas horas antes había sostenido con el Padre, la cual al día siguiente, una vez que sus amores habían partido, escribió en su diario:
“Apenas ayer, quiso que lo acompañara hasta el arroyito más cercano. Me habló de las bellezas salvajes de estos lugares, de su amor por estas minas, de su deseo de que yo quede aquí para explotarlas y, junto a las espumas juguetonas de unas aguas transparentes, algo así me dijo: ‘¡Qué triste es imaginar que no volveré a ver estos lugares donde tanto te he querido!’ Al ver mis ojos empañados de lágrimas, cambió de tema y me prometió que colaboraría con la ciencia con toda su voluntad y fe hasta conseguir recuperar la salud perdida, todo por no dejarnos a nuestro hijo y a mí. —Volveré por ti y por él. Cuando llegamos a casita, ya el cielo abría nuevamente sus esclusas y la lluvia emborrachaba de agua el césped verde del patiecito.”
La noche se les hizo tortuosa en la vigilia y corta en el sueño. Finalmente amaneció, el ruido del motor del camión de Salomón anunció que era momento de partir. Conforme el sonido del vehículo disminuía en la distancia, la soledad crecía en el paraje.
Los dos días de viaje de la sierra a la capital de Durango transcurrieron en medio de un casi absoluto silencio, lo cual resultaba extraño, pues el Padre siempre era muy platicador. Durante el trayecto pronunció frases cortas y constantemente le pedía a Salomón que parara el camión, bajaba, se internaba en el bosque y cuando regresaba, el hombre venía pálido y sudoroso. Fue lo mismo en el tren, pero allí en vez de pedirle al maquinista que detuviera su marcha, le avisaba a su Hijo que iba al sanitario, de donde regresaba con similar apariencia.
Llegaron muy cansados a casa de las tías, desesperados por el mutismo del viaje y con enorme preocupación por lo que les esperaba. Se fueron directo a la que durante los últimos años había sido la recámara del adolescente, una habitación de casa vieja, con muchas puertas. No había pasillos y la circulación era a través de las piezas que casi siempre se formaban en línea recta. Se acostaron uno al lado del otro, sin abrazarse, como era su costumbre, ambos sabían que el dolor no le permitía al Padre estar en reposo, por lo cual cambiaba constantemente de posición. En la familia no se hablaba del dolor, el que lo sufría se lo callaba y quienes lo rodeaban no cuestionaban, si alguien preguntaba: “¿Le duele?” La respuesta era hiriente: “No, hasta que usted me lo recordó”.
Esa noche el Padre y el jovencito estaban muy cerca físicamente pero sin que mediara palabra alguna entre ellos. El muchachito fingía dormir, mientras el Padre se levantaba continuamente al baño, regresaba, dormitaba un poco y, en sueños, se quejaba, quedo y profundo, pues el dolor venía de muy adentro. Hoy se conoce cuál fue su enfermedad, por eso se entiende el atroz calvario físico que sufrió, pero su mayor dolencia fue en el alma: sabía que su padecimiento era incurable, además dejaba sola a su mujer, abandonada, en medio de la nada, y su Hijo de quince años partiría a buscar el sustento solo. Eso lo mató más rápido que el cáncer.
En una de las múltiples paradas al baño, el jovencito alcanzó a observar a través de la puerta entreabierta que su Padre estaba lavando su pijama, no quiso avergonzarlo y simuló estar profundamente dormido; de su cuerpo no se movía un solo músculo, pero su mente giraba como un torbellino. El corazón del muchachito pedía a gritos abrazar a su Padre y decirle cuánto lo amaba, pero pudo más la distancia que el dolor marcaba. Siguió fingiendo que dormía, ausente, como lo hace desde entonces, cuando enfrenta un conflicto entre el sentimiento y la razón.
La noche interminable llegó a su fin. Padre e Hijo se incorporaron y se vistieron en el más profundo silencio, ninguno quiso desayunar, ordenaron sus maletas, la ropa que vestían y un par de mudas. El Padre le dio al jovencito unos cuantos pesos para transporte y comida, lo abrazó y le dijo:
—Voy a la ciudad de México a curarme, luego voy a verlo para asegurarme que esté bien instalado.
Una de las tías, visiblemente triste, se acercó al jovencito y le dio el único beso en la mejilla que recibió en los siete años que vivió con ella, retirándose de inmediato para impedir le correspondiera la caricia. Luego dijo en voz baja:
—Te cuidas mucho hijo —la mujer salió rápidamente de la sala.
El Padre y el jovencito caminaron juntos unas cuantas calles en silencio, luego se separaron. El Padre se dirigió a la terminal del sur (a la ciudad de México) y el adolescente a la terminal del norte (a esa universidad cercana a la frontera).
|