Tenía la plena conciencia que la mayor parte de su vida la había dilapidado huyendo, ocultándose, disminuyéndose y conociendo a fondo la oquedad en la cual, emulando a los avestruces, introducía su cabeza, dándole el traste al mundo, no en abierta actitud de rebeldía, sino de manera oferente, grotescamente servil. Individuos repulsivos, transfiguraciones patéticas de las peores obscenidades, payasos civiles, oficiosos, leguleyos, amigos entre comillas que no resistían el espejo retrovisor de la más ligera desconfianza, gregarios compañeros que lo eran tanto como las pulgas a las cobijas, toda esa abigarrada humanidad, había usufructuado de su debilidad. Llegó a pensar que lo que le afectaba era una grave inmunodeficiencia del carácter, acaso contagiada cuando aún no salía del vientre materno. Culpó por ello a su madre, la acusó de negligencia prenatal y que gracias a ese terrible descuido, le privó del arma más importante aún para el más insignificante de los hombres, aquello que equivale a las alas y a la pétrea residencia, su látigo y su dominio, en otras palabras, la inalienable personalidad a la cual todos los hombres tienen derecho. Y en la penumbra, teñido de sombras, herrumbroso de dolor, con ese punto suspensivo que trizaba su existencia y la detenía en un trémulo latido, esperaba, esperaba o mejor dicho, se dejaba mecer por los instantes que se objetivaban en aquel monótono, impersonal y acusatorio tic tac proveniente del vientre metálico de su reloj despertador.
Los ojos de Marcela horadaban sus pensamientos. Grandes, expresivos, deslumbrantes, todos los adjetivos cabían en ese par de espejos dorados que parecían pertenecer más a su propia conciencia que a la joven que él deseaba. Tanto poder manifiesto en pos de sus pensamientos ensortijados, recónditos pero míseramente vulnerables, ya se delataban en el temblor de su barbilla, en el balbuceo que borroneaba su lenguaje, en el rubor ridículo de su rostro y esa angustiosa humedad que empapaba sus facciones. Su pulso se aceleraba, se ahogaba y el espanto lo transformaba en una estatua inverosímil. Maldita timidez esta que lo encadenaba a frases vacilantes, a actitudes eclécticas, a una tibieza medrosa. El mundo era un amplio escenario, Marcela, la protagonista y él un simple espectador. Mañana, quizás mañana, se acercaría Marcela, bellísima, esbelta, le sonreiría y se inclinaría blandamente para acercarse a él y por supuesto fijaría sus ojos, adorablemente inquisidores en la mecánica de sus gestos poco elegantes, entorpecidos por esa presencia perturbadora. A veces tenía la certeza que ella sabía cómo desatar los nudos que trababan su existencia, rogaba pues por ello, que la bella mujer estuviese investida de poder divino para redimirlo de tan injusto calvario. Su voz trémula luchaba por emerger entre espasmos y sofocones y cuando parecía materializarse, sentía el empujón enérgico de aquellas cadenas que lo impulsaban una vez más al fondo de una siniestra mazmorra y allí, en medio de las sombras, aniquilado, desnudo en carne y espíritu, sufría las humillantes flagelaciones destinadas a quienes carecen de voluntad propia. Entonces clamaba una y otra vez por los ojos de Marcela. ¡Ah, si ellos pudiesen liberarle!
Pero, un buen día o un siniestro día, vaya uno a saberlo, la adorable Marcela le confesó que se iba a casar. No fue ese un despropósito de la muchacha sino más bien una estúpida imprevisión suya al no atreverse jamás a averiguar la disponibilidad de esa que consideraba de su propiedad. Sintió que sus fuerzas lo abandonaban mientras felicitaba a la bella joven con una voz que agonizaba en los mares de la desdicha. Ella lo contempló con dulzura y el comprendió de una vez por todas que las miradas de ella no eran de pasión incendiaria sino de compasión. El fulgor de esa magnética mirada ya no despidió esas frecuencias alucinatorias, sino que se empañó por una ligera llovizna de intraducibles señales. Ella no lo pretendía, claro que no, sólo lo frecuentaba porque el era un personaje tierno y acomodaticio, pero nada más. Marcela se fue y el regresó a la oquedad de la que nunca debió salir. Esta vez se aisló completamente, erigiendo muros de despecho y adobones de desconfianza, enladrilló todos los accesos y ya no hubo más risas falsas ni palabras involuntarias, se encerró en una lúgubre mansión de rencores, de dudas y de dolorosa melancolía.
Años más tarde, Marcela acudió donde su amigo, aquella avestruz de plumaje impreciso que ya no tenía necesidad de ocultar su testa asustadiza y lo reconoció por esas mismas huellas que la imbatible timidez había dibujado año a año en su rostro. Estos eran unos surcos tan profundos que se abatían sobre su frente como un signo de escualidez absoluta, una patética y distintiva mácula desfigurándose a cada palabra suya, a cada gesto. Ella, que ya no era tan joven, le miró con el radiante fulgor de sus ojos dorados y eso bastó para anatematizar todos los espectros. Lo que el pobre tímido no sabía, era que Marcela ahora venía para quedarse.
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