La espera
Mi mujer decía que yo iba al casino porque me gustaba la timba. Yo le decía que no, que como buen escritor iba a buscar historias, y de paso a jugar un poquito, claro. Empecé llevando cien pesos, ni un peso más ni un peso menos, para asegurarme de que no iba a gastar más.
El casino es emocionante, las luces de las máquinas, las melodías, el sonido de la bolilla al girar en la ruleta, el paño repleto de fichas, los colores de las fichas, los aromas. El vaso de whisky. La voz del croupier anunciando el no va más. Hay que ver a la gente apostar, algunos parecen dejar la vida. Algunos tiemblan, colapsan, convulsionan. Los ojos de esa gente. Esas miradas despiadadas, ávidas, ansiosas, encolerizadas, apasionadas, temerosas, crueles, desesperadas. Había una mirada. Una mirada en particular que me llamaba la atención. No podría definir bien qué era lo que transmitía. Un tipo. Un tipo parado a un costado de la ruleta. Junto a una columna, no jugaba, estaba ahí parado y observaba. Y tenía esa mirada en los ojos. Era una mirada diferente, me costaba bien definir si era odio o melancolía o qué carajos era. El tipo era narigón, de ojos negros, con el pelo oscuro, lacio y largo sobre los hombros.
Yo debo confesar que perdí los estribos. Creo que mi mujer tenía razón y a mí me gustaba la timba. Porque empecé yendo al casino una vez cada tanto y después iba todas las semanas y ya no con cien pesos sino con más. Y siempre lo veía al tipo ese. En el mismo lugar. Observando. Sin jugar. A lo sumo a veces se tomaba algún whisky. No hablaba con nadie. Nada parecía realmente distraerlo.
Tengo a mi favor que era verdad, además de jugar, se me ocurrían historias para contar. Me llamaron mucho la atención los coordinadores de los croupiers. Son tipos que deambulan en torno a las ruletas y ayudan a los croupiers con las fichas que tienen que pagar. Son gente muy rápida para los cálculos. Se me ocurrió una historia de un tipo que era un genio en matemáticas. Que había estudiado licenciatura en matemática pero que por fobia a los exámenes había abandonado y que en consecuencia había terminado trabajando en el casino como coordinador de croupiers.
En una ocasión vi a una empleada del casino abrir una máquina tragamonedas, toquetear algo en su interior y volver a cerrarla. Se me ocurrió otra historia donde una empleada como esa, abría una máquina y la arreglaba de tal modo que al próximo apostador le pagara un buen toco de guita y el próximo apostador sería ni más ni menos que su marido. Pero bueno, como dije, jugaba, también pensaba en historias, pero ahora lo que me robaba toda la atención era el tipo parado en la columna.
Me desviaba tanto la atención que si antes perdía en la ruleta, ahora perdía más, porque no estaba concentrado en el juego. No podía dejar de observar al tipo. Trataba de dilucidar qué mierda hacía ahí parado. No me animaba a preguntarle. Su misterio me inspiraba respeto y distancia. Así que empecé a preguntarle a la gente que jugaba junto a mí. Cada tanto cuando salía la posibilidad preguntaba si conocían al tipo, si sabían algo de él. Pero nadie sabía nada.
A la mierda con este tipo, me dije. Me daba impotencia la situación. Traté de olvidarlo, de concentrarme en el juego. De ganar. Antes de entrar en el casino llamaba a algún amigo y le pedía que me dijera dos números para apostar a la ruleta. Todos los tiros apostaba a esos dos números. Era como buscar algún tipo de orientación en el caos de la suerte. Si los números que me decía mi amigo salían entonces para otro día le pedía otros. Y si no era así, cambiaba de amigo. Seguí pensando estratagemas para ganar. Se me ocurrió que siempre, por lo menos una vez, el número ganador salía dos veces. Así que me dediqué a apostar a los números que salían. Después también creí darme cuenta de que siempre, siempre, salía en alguna ocasión el cero. Así que me dediqué a apostar al cero. Tengo que confesar, a veces ganaba, a veces perdía, más las veces que perdía, pero lo que tengo que confesar es que no podía dejar de pensar en el tipo. El tipo que parado junto a la columna contemplaba. La puta madre. Era un parásito en mi mente.
Lo voy a encarar y le voy a preguntar, me dije.
Respiré profundo. Avancé hacia donde estaba el tipo. Le voy a preguntar, por fin, y a la mierda. Voy a saber la verdad. Seguí caminando hacia él. Sí, sí le voy a preguntar y cuando lo tenía a unos pasos. Empecé a sentir una vergüenza terrible, empecé a darme cuenta de que era una locura preguntarle eso al tipo. Iba a quedar para el reverendo culo. Así que no, no, no le pregunté nada y pasé de largo. Fui al bar y me tomé un whisky.
Llegué a mi casa. Estaba a oscuras. Mi mujer dormía. Eso creía yo. Me acosté a su lado.
- Estás yendo mucho al casino - me dijo.
Era verdad. No quise hablar de la plata que perdía. Le conté lo que me estaba pasando con el tipo ese.
-¡No sé qué oculta!- le dije.
-Es una pena de amor…- me dijo.
Las mujeres tienen un sexto sentido. Es verdad. Un ojo entre los ojos.
Al final me enteré de la historia. Una tarde me quedé mano a mano con un croupier.
-Lo escucho siempre preguntar por Aquiles - me dijo el croupier.
-¿Aquiles?- le pregunté.
-El tipo que está allá, junto a la columna.
-¿Se llama Aquiles?
-Sí, hace años que viene.
Me quedé en silencio para que me contara un poco más.
-Negro el treinta y cinco- dijo el croupier. Y se llevó mis fichas.
Volví a apostar. No me importaba nada. O sí, me importaba que me contara la historia. Miré alrededor, nadie se acercaba al paño, mejor.
-¿Y qué hace el tipo ahí parado?- le pregunté. No podía creer que por fin me iba a enterar.
-Es una larga historia.
-Quiero saberla, por favor.
-Hagan sus apuestas…
Aposté. Desparramé fichas sobre el paño.
- Aquiles era de Nogoyá, Entre Ríos, y se iba a casar con quien era la mujer de su vida. Una tal Suyai.
- ¿Suyai?
- Ese era su nombre. Una piba hermosa. Morocha de ojos negros, amplias caderas y un andar capaz que de enamorar a un submarino.
La bolilla giró en la ruleta. - No va más - dijo el croupier.
- Colorado el doce.
Volví a perder.
- Contame- insistí.
- Aquiles laburaba a dos manos para conseguir guita para casarse con Suyai. Soñaban con una gran fiesta con lujos y alegrías. Hagan sus apuestas…
Aposté.
- La cosa que un día de esos un primo lejano llegó a la casa donde
Suyai vivía con sus padres y hermanos. Un primo que venía de la capital, hacía años que no lo veían. Fanfarrón el tipo. Fue recibido de buenas maneras y él era encantador. Contó de sus viajes por el mundo, la plata que había ganado en los casinos de Europa, los elefantes que había montado en la India y los leones que había matado en África. Estaban todos enamorados del primo lejano. ¿Y entonces te imaginás lo que pasó?
- ¿Qué pasó?
- No va más… - La bolilla giró en la ruleta.
- Suyai también se enamoró.
- ¿Del primo?
- Del mismo.
- Negro el veintiuno - dijo el croupier.
Volví a perder.
- Pero si se hubiera enamorado nada más, a lo mejor después se le
pasaba. Vio como son los enamoramientos. Pero el primo, bicho, vivo y calentón, una tarde puso sus manos sobre las caderas de Suyai y ella se dio vuelta con el corazón palpitándole a mil. Hagan sus apuestas.
Tiré fichas sobre el paño, al azar.
- ¿Entonces?
- Y se besaron y el primo le levantó la pollera y le mordió el cuello
mientras ella gemía y se bajó los pantalones y empezaron a revolcarse y en eso apareció Aquiles y vio todo.
- La puta madre - dije.
- La puta. ¿Sabe lo que hizo Aquiles?
- Lo cagó a piñas al tipo.
- Para nada. Pegó media vuelta y se fue. Humillado y lleno de dolor se
mudó a Rosario, a esta ciudad. No va más…
La bolilla en la ruleta.
Nos quedamos en silencio.
- Colorado el dos.
Perdí otra vez. Estaba perdiendo un montón de guita. Pero valía la pena.
- ¿Pero qué hace Aquiles acá?
- Espera, querido. Espera. Nunca olvidó la cara de ese primo
fanfarrón. Sabe que va a aparecer por el casino alguna vez y cuando lo vea lo va a matar.
Me quedé mudo.
- Hace años que espera - dijo el croupier.
Ni lo saludé. Me di vuelta y volví a mi casa.
Llegué a mi casa y mi mujer dormía. Finalmente la historia del tipo era excelente. Me senté a la computadora y escribí. Escribí por días hasta este momento en que ahora tipeo estas palabras y el final de la historia.
Volví al casino y el tipo seguía contra la columna. Pasaron unos meses. Una tarde yo estaba apostando fuerte a las chances, había descubierto que era más fácil con las docenas y las columnas que con los números. Y en eso escucho un griterío, un amontonamiento de gente y me acerco y lo veo a Aquiles. Estaba con las manos llenas de sangre y un tipo apuñalado en el piso.
- Lo encontró - me dije. - Lo encontró.
Me sentí aturdido. La gente gritaba, corría para todos lados. La cara de Aquiles, había que ver la cara de Aquiles, esa mirada perdida, de alienado. Sentí nauseas. Caminé hacia el baño. Ahora escribo, escribo las últimas líneas de esta historia que dicen que me lo crucé al croupier en el camino al baño. Y el muchacho me dijo:
- No era el primo, ese no era el primo.
- ¿Cómo qué no? - le pregunté.
- No era el primo. Era un tipo cualquiera. Aquiles no soportó la espera,
esa idea que lo venía acechando, esa idea de que finalmente el primo no iba a aparecer. Se inventó esta historia. Mató a un tipo cualquiera.
No pude llegar al baño. Vomité al costado de la ruleta, sobre la alfombra, junto a unas fichas que había tiradas.
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