Cuando Atila se disponía a cancelar el importe de la mercadería, Guillermo, un pastor ovejero que cuidaba el lugar, se elevó con gran agilidad para apañar con sus filosos dientes el flamante billete de veinte mil pesos. Acto seguido, se lo tragó en un dos por tres dejando sumido al pobre hombre en la más grande de las desolaciones, puesto que ese dinero era lo único con lo que contaba. Por supuesto que la mercadería no pudo llevársela, pero en cambio, el dueño de ese minimarket le prestó a Atila su perro para que le echara el ojo, porque en cualquier momento le devolvería el billete, tal si fuese un cajero automático perruno. Atila aceptó de muy mala gana esta solución, ya que le revolvía las tripas el tener que rastrojear entre los desechos del animal lo que le serviría para terminar con dignidad el fin de mes.
Así fue como esa noche, Atila tuvo a un nuevo alojado en su pequeño cuarto y la verdad es que no pudo conciliar el sueño porque parece que el animal tenía pesadillas y aullaba y gimoteaba que era un gusto. Cuando al día siguiente, Guillermo raspó la puerta con su pata izquierda –ya que era zurdo- Atila se apresuró a sacar al perro al patio para que hiciera sus necesidades. Guillermo husmeó con sus húmedas narices por todos los rincones hasta encontrar un árbol que al parecer le satisfizo. Allí levantó su pata trasera derecha y descargó los líquidos que era menester. Después de esto el perro se reclinó y pareció que continuaría con los sólidos, asunto que interesó se viva manera al hombre, quien se sentó en una banca esperando el resultado de dicha gestión.
El perro hizo lo que pudo, gimió lastimeramente pero todo fue infructuoso.
-Se me había olvidado decirle que Guillermo sufre desde un tiempo a esta parte de una severa estitiquez. A veces pasan semanas que el perro no se desahoga y eso me parece que ya se le está transformando en una morbilidad. Yo le aconsejo que lo lleve donde un buen veterinario para que lo trate.
-¿Pero usted se ha vuelto loco? Si tengo al perro es con el único propósito de recuperar mi dinero. Comprenderá que no estoy en condiciones para invertir lo que no tengo en un animal que ni siquiera me pertenece. Lo que usted debió hacer fue indemnizarme, devolviéndome el dinero. El perro es suyo, le repito.
-Los actos del perro no me pertenecen. Si lo hubiese atacado o mordido, le creo, pero eso del billete a mí no me consta.
Atila, enardecido, se devolvió con el perro a su cuarto y así se pasó un mes y medio con Guillermo tratando de cumplir con algo impostergable y con su intestino negándole el alivio. Su abdomen estaba ya muy hinchado cuando Atila discurrió hacerle beber una lavativa que a él le había hecho muy buen efecto tiempo atrás. Demás está decir que el remedio no tuvo efecto alguno en Guillermo.
Tres meses después y después de haberlo intentado todo, Atila recurrió a una solución radical. Mandó a fabricar a un laboratorista amigo el más potente vomitivo que alguna vez se haya conocido. Había dos posibilidades: o el perro por fin daba a luz luego de una larga noche intestinal o quedaba patitieso, en cuyo caso el hombre recurriría a una autopsia casera para recuperar sus veinte mil pesos, que a todo esto ya debían estar muy a mal traer debido a los jugos gástricos propios de la digestión. Pues bien, el perro abrió de malas ganas su hocico y fue entonces que Atila volcó dentro de él, el contenido de la pócima. Primero, no sucedió nada. Pero, un par de segundos más tarde, Guillermo comenzó a tener terribles convulsiones que hicieron creer a Atila que el animal se despachaba sin apelación alguna. Después, las convulsiones cesaron pero el pelaje del perro comenzó a variar hasta adquirir una tonalidad amarillenta. Fue entonces que Guillermo abrió su enorme hocico y comenzaron a salir una cantidad incalculable de billetes y monedas entreveradas entre los restos de comida que esta vez no asquearon a Atila sino que lo llenaron de regocijo.
Después de efectuar un exhaustivo arqueo, Atila, muerto de contento, supo que era sumamente rico, considerando que en el estómago de Guillermo se atesoraba la friolera de ciento veinte millones de pesos, un par de anillos de platino, veinte medallitas de plata de la Virgen María, cinco pitilleras de oro y un par de colleras también del mismo metal.
Guillermo regresó por fin donde su amo y Atila se dedicó desde entonces a cuidar perros ovejeros ya que es sabido que estos animalitos se engullen todo lo que tiene cierto valor pecuniario. Sino pregúntenle a Rin Tin Tin o al más contemporáneo Rex que hicieron millonarios a sus dueños, no por sus dotes actorales, sino por su talento para manducarse joyas de gran valor a sus compañeras actrices.
(Un cuento pedido prestado a Gui)
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