Cuando murió mi madre, llegó mi hija al departamento que ella habitaba, y empezó con los despojos. Las ropas de mi madre fueron donadas a un asilo de ancianos “El Hogar Benvenuto”. Siempre me dio tristeza ese lugar, porque una vez que había ido a visitarlos, los viejos estaban sentados con los ojos fijos en el vacío, sin conversar, imperturbables, como si lo único que esperaran fuera la muerte, y eso seguramente sí ocurriría, tarde o temprano.
Los candelabros de mi abuela, que ella utilizaba para bendecir las velas en vísperas del shabat, los dejó en la planta baja. Supe que eran de algún material valioso, porque a los cinco minutos desaparecieron esas antigüedades traídas de Europa.
Yo creo, que hice un duelo íntimo, sereno, particular, llore por dentro. Mi marido, en ese entonces se había desembarazado de mi madre, que por supuesto al ser anciana, requería muchos cuidados y muchos medicamentos que nosotros proporcionábamos, para mejorar su calidad de vida, y eventualmente durar más en esta vida
¿Para qué?
¿Que es lo mas disfrutable?
¿Ver crecer a los a los hijos, de cerca consintiéndolos o dejarlos partir hacia la vida misma?
Todas esas preguntas no tienen una respuesta, ahora que estoy esperando a mi hija en el Hogar Benevento, donde ya quiero pasar el resto de mis días.
Nunca quise atarme a la pata de la cama como decía la tía Eva, para que no me llevaran al asilo, allí donde hay un olor a calas del cementerio.
Y se los dije bien clarito, a mí cuando no me quede más lucidez, me llevan al Hogar y allí me quedaré, hablaré, tejeré, miraré la película Cocoon cientos de veces, a ver si algún alienígena nos devuelve la juventud, y empezamos de nuevo el largo camino.
Ya estoy divagando…
Creo que veo unas criaturas raras, que me dan la mano, camino lentamente hacia ellas y los dolores desaparecen de repente, el camino está iluminado.
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