En palabras simples, le tenía una fobia que sólo lo emporcaba a él, sumiéndolo en esos agujeros pantanosos en que se hundía para chapotear con desgano, siendo incapaz de emerger de allí y asomar su testa con tan siquiera un símil de dignidad. Porque lo indiscutible del asunto era que la repelía de todo corazón. Le bastaba enterarse que vendría a la ciudad para que de inmediato se le desajustara su aparato digestivo, agriándosele el carácter y oscureciéndosele la existencia. Esa irracionalidad, esa carencia de freno para tal arranque de pasiones perversas eran cotidianamente extrañas en él, un ser tranquilo, ensimismado casi siempre en sus libros, en la jardinería y en salir a conversar con los perros. Porque suponía que estos animalitos comprendían a la perfección el habla humana y que si se les daba la oportunidad de replicar, opinarían a destajo sobre el gasto público, el calentamiento global y la guerra comercial de Estados Unidos con China. Era gentil el hombre con sus semejantes, muy reservado y hasta cariñoso con los niños y con los animales. Pero bastaba que su esposa le anunciara que vendría su sobrina, para que el hombre se engrifara, se ensimismara aún más y comenzaran de inmediato a producirse en su organismo los procesos químicos que traducían su aversión hacia aquella mujer.
Lo que más le provocaba inquina era saber que su mujer la veneraba y la protegía tal si fuese una muchacha indefensa. Consideraba ella que Angélica era un ser muy especial, muy necesitado de afecto y que por todo ello y por una multitud de razones más, la consideraba como la hija que nunca tuvo. Y Raimundo, que así se llamaba el hombre, se enfurecía y le replicaba que si uno tuviera que elegir a un hijo, buscaría a alguien con mayores dones, sin importar si fuese o no una persona realizada. Que esa mujer era un cacho, un atado de defectos, un personaje calculador que se aprovechaba de ese cariño suyo tan sincero, para conseguir todo lo que quería.
“Ella es mi hija, yo la crié de niña y si después regresó con sus verdaderos padres, eso no tiene nada que ver.” Respondía Mireya, zanjando de golpe y porrazo la discusión.
Y cuando la tenía delante de él, melosa y con esa voz aflautada que iba tan a contrapelo con su envergadura física, la saludaba sin brindarle ni la más mezquina sonrisa y luego anteponía la mayor distancia entre él y ella. Su mujer, sin embargo, la mimaba, la trataba de usted, tal si la mujerota fuese una chicuela consentida. Y la otra, con su voz de pito gangoso, comenzaba a contarle sus cuitas, enredándose la conversación en demandas y más demandas que la tía prometía solucionarles en el más breve plazo. Y permanecían largas horas conversando y riendo, mientras Raimundo se mordía la rabia e intentaba en vano en pensar en otra cosa.
“Mire, yo no soy un criminal y eso que quede claro, así que saquémonos esa estúpida idea de la cabeza.” Raimundo, acababa de pronunciar dicha frase, en contraposición a una sugerencia de Pipocho, un mecánico de autos algo rechoncho que siempre estaba enfundado en su traje grasiento.
“Pero don Ray, usted está afligido, lo veo muy mal y pienso que debemos encontrar una solución. Pero me entendió mal, ya que en ningún momento le sugerí que matáramos a la mujer, porque yo tampoco soy un asesino y porque ante cualquier desgracia usted sería el principal sospechoso. Por lo mismo, ideemos un plan que sea razonable.”
“Mira viejo, esta tipa lleva tres meses en mi casa y ya no la soporto. Simplemente no la soporto. Me molesta todo de ella, el sonido de sus zapatillas, su tos, su sombra, todo, absolutamente todo.”
“¿Y si la casamos?”
“¿Pero quién se va a fijar en ella? ¡Ah! y la linda no quiere un novio cualquiera, no, el candidato tiene que reunir características muy puntuales: ser joven, adinerado y buenmozo. Como si ella fuese un dechado de virtudes.”
La conversación entre Raimundo y el mecánico se cortó de golpe porque en ese mismo momento llegó un cliente que dejó trunco todo atisbo de planificación.
Cuando el hombre llegó a su casa, no había nadie. Su mujer le había dejado una nota en el refrigerador en donde le notificaba que ella y su sobrina habían ido al mall y que después pasarían a ver una película. ¡Dos o tres años que ambos no iban al cine, pero bastaba que apareciera la muy infame para que su mujer sí diera con una película que la entusiasmara!
Y el odio cobraba vida en sus entrañas y se odiaba a sí mismo por ser pasto de tan bajos sentimientos y más odiaba a la mujer por provocárselos. Y en ese círculo vicioso se le iban los días, mientras la sobrina pasaba sonriente por su lado, como si estuviera dichosa de verlo tan angustiado.
Mientras tanto, el Pipocho había comenzado a actuar. Considerando que lo conocían en medio Santiago por ser un avezado mecánico que era capaz de encontrar una falla en los vehículos que otros no habían sido capaces de descubrir, hizo una lista de todos los posibles candidatos a novio para la sobrina política de Raimundo. Estaba el Alemán, un rubio fornido que vivía en Valparaíso y que se aparecía siempre por su taller para que el mecánico le arreglara alguna pana puesto que no confiaba en los maestros de su ciudad pero sí en la experticia del Pipocho. También estaba el Zambo, un moreno paticorto, muy divertido y bueno para hacer reír a sus amigos. No era buenmozo, pero fue anotado en la lista por si las moscas. Y así, fue agregando al Mañungo, al Pietro, al Samito y a varios más, algunos no tan feos y otros, dueños de un carácter chispeante.
Cuando Raimundo se enteró de la lista, sus carcajadas se escucharon en toda la cuadra. Ninguno de esos supuestos galanes sería del gusto de su sobrina rechoncha. A lo más, el alemán, pero si este abría su boca, se le desgranaría su castellano vulgar de palabras mordisqueadas. Y eso, espantaría a la mina, que sólo quería enfrente de ella a un príncipe del más radiante color azul, de modales elegantes, romántico y gentil.
Pero mal que mal era un intento, por lo que se las arreglaron para que cada uno de los candidatos fuese al domicilio de Raimundo. Éste se las ingeniaría para presentárselo a su sobrina Angélica. “Si Dios es grande, esta mujer calculadora se me enamora de alguno de estos querubines” calculó esperanzado.
Y fueron desfilando, uno a uno, el alemán, el Mañungo, el Pietro, el Samito, el Canuto, el Bratpit, el Zambo y varios más. La mujer no pareció interesarse en ninguno, pero por una simple casualidad, Raimundo pudo escuchar que uno de esos hombres había hecho blanco en su corazón. Y supo, por propias palabras de la mujer, que el elegido tenía trinos en la garganta, palomas en sus manos y ángeles jugueteando dentro de su ser.
Y nuestro angustiando protagonista repasó nombre por nombre a todos los que habían desfilado, tratando de descubrir si las características descritas coincidían con alguno de ellos. Fue un trabajo vano, porque todos eran seres muy simples, con una cantidad inestimable de defectos y raleadas virtudes.
Pero a la larga, Angélica coincidió en una de sus salidas con el Zambo, acaso el menos favorecido por la naturaleza en cuanto a belleza física, pero el que se caracterizaba por ser el más simpático de todo el grupo seleccionado. E hicieron muy buenas migas, después de conversar toda la tarde, quedando de verse un sábado por la tarde. Y congeniaron tan bien los dos que a los pocos meses, Angélica y el Zambo se comprometieron formalmente. “¡Eureka!” se dijo para sus adentros el bueno de Raimundo, que eufórico, se reunió con Pipocho para celebrar esta buena noticia. Ambos, pletóricos por el objetivo cumplido, cantaron, rieron y bailaron con unas morochas de un bar vecino hasta que la noche comenzó a aclarárseles en las ventanas.
Diez meses después, Angélica continúa en el hogar de Raimundo, ahora siendo la esposa legal del Zambo y ambos irradian una felicidad desbordante.. Recién acaban de postular al subsidio habitacional y es posible que en un par de años reciban su nueva casa. Entretanto, ella está embarazada y la ecografía ha señalado que vienen trillizas.
Raimundo está internado en una clínica después que sus nervios, coludidos con su aparato digestivo ya no soportaron más. Su mujer lo visita todos los días y le pide que se esté tranquilo, que ella está segura con Manuel (alias el Zambo) y su sobrina, y que, por esas cosas de la vida, se da la casualidad que el muchacho es hijo de un ex novio suyo, quien le ha mandado a decir que en uno de estos días la visitará.
Y Raimundo sofoca un improperio y maldice para sus adentros a su sobrina y también al Pipocho por sus geniales ideas, y le alcanza también para maldecir al Zambo y a esas tres crías que vienen en camino y que deben ser una fotocopia de su sobrina política. Y contempla de reojo a su mujer exultante por lo que está aconteciendo en su casa que le dan ganas de quedarse hospitalizado para siempre en esa clínica, si no fuera porque la cuenta asciende a niveles insostenibles.
|