Surgen a veces ciertas situaciones que ponen en juego nuestra capacidad de asombro, relatos que se afanan en colocarlo a uno en una posición vacilante y en dónde no tenemos la menor idea hacia qué punto guarecernos.
Álvaro, apacible muchacho que oficiaba de empapelador en esa tienda de revestimientos murales ubicada en un barrio acomodado, aparecía siempre sonriente y dispuesto a tomar las órdenes rechazadas por sus demás colegas. Era un tipo cordial, tolerante y sobretodo atento a los caprichos de los clientes más estrambóticos.
Una de sus particulares características consistía en que siempre aparecía con alguna historia singular. Que una bellísima clienta le había coqueteado y que al no darse él por enterado, la mujer lo había despedido absolutamente ofendida. O que un señor le había narrado historias espeluznantes que ahora detallaba ante los ojos asombrados de sus oyentes. Y el encargado del local y los demás trabajadores escuchaban atentos sus relatos, explayados estos con esa voz de suyo suave, muy similar en su entonación a la del sacerdote que atiende en el confesionario.
Pero ocurre que un día llegó arrastrando su bolso con los materiales y sin decir palabra.
-Qué ocurre- preguntó su jefe, al verlo tan alicaído.
Álvaro no respondió y sólo se encogió de hombros.
-¿Tuviste algún problema en la instalación? ¿Se negaron a pagarte?
El resto de los trabajadores, que aguardaba por sus órdenes acomodados en los mesones, lo contemplaba en esta nueva faceta suya, la del triste, compungido, deprimido o cualquier otro sentimiento que en ese preciso momento nublara el permanente optimismo del muchacho.
-¿Qué pasó?- preguntó el jefe, conminándolo a sincerarse.
Y el atormentado muchacho, a duras penas, relató lo acontecido. Era un tipo de un corazón enorme, un terrón de azúcar que sufría tanto con sus propios pesares como con los de los demás.
-La señora con la que le estoy trabajando, me acaba de contar que uno de sus parientes, un tío creo, falleció hace poco víctima de un desafortunado accidente.
-Lamentable. Pero son las cosas de la vida.
-¿Y de qué murió?- preguntó el Carlos Chamaca.
-Allí está la cuestión. El pobre señor caminaba tranquilamente por una de las calles más concurridas. Iba feliz, imaginando quizás en lo que haría al día siguiente. Era un hombre que se desempeñaba en las minas y que oficiaba de capataz. Pensaba acaso en cualquier cosa, así como todo ser humano piensa en sus propias cuitas.
-Ya. ¿Y qué diablos le pasó?
-Bueno, cruzaba la calle en la intersección de Providencia con Los Leones y le hizo una morisqueta al mimo que remedaba su caminar –esto quedó señalado en el parte policial- y en el preciso instante que levantaba su pie derecho para alcanzar la vereda, algo cayó con estrépito sobre su cabeza, matándolo inmediatamente.
-¡Ohhh!- exclamó a coro el auditorio.
Álvaro prosiguió:
-Esta es la parte difícil. Cuando lo estaban velando en su casa, los amigos llegaban compungidos a presentarle sus respetos a la viuda. Y cuando le preguntaban cuál había sido el motivo de su deceso, ella le respondía:
-Le cayó un semáforo en la cabeza.
Y ellos, reprimían algo que podría interpretarse como una carcajada, se doblaban en dos para aparentar lo que en realidad no sentían. Y más de alguno, imposibilitado de actuar como lo exigía la situación, se daba media vuelta y escapaba del lugar, escuchándose sus carcajadas en sordina.
¿Se dan cuenta ustedes de la tristeza que me produce todo esto?
Ninguno de los circunstantes respondió. Por la sencilla razón que todos reían a carcajadas tras la indefinible noticia. Más aún, cuando Álvaro rubricó su narración con lo siguiente:
-Por paradojas de la vida, el semáforo estaba precisamente en rojo.
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