Desde hace tiempo me aqueja una duda matemática que mi olmo, ese que me da peras sin que se las pida, se niega a develar.

Mi madre no sabe decirme a ciencia cierta cuál de los doscientos cuarenta y tres amantes suyos es mi padre, pero tengo la firme certeza de que solo uno de ellos lo es.

Pero eso ya poco importa porque me surgió una sospecha que con recelo y desconfianza activó mi suspicacia gatuna no sin un poco de temor. Y los humanos son los culpables.

Resulta ser que cada humano tiene dos progenitores, y que a su vez tienen los suyos propios. Es decir que si el cálculo no me falla sería una sucesión que empieza por una persona, dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así se van duplicando sus ancestros. Como según dicen los entendidos entre generación y generación hay unos treinta años de diferencia he llegado a la conclusión de que necesariamente si sus padres debieron coincidir en tiempo y espacio para engendrarlo, también lo hicieron sus abuelos bisabuelos, tatarabuelos y demás.
Hasta aquí la cosa no es muy complicada año más año menos, pero se va complicando a medida que retrocedemos en el tiempo, porque la cantidad de antepasados se va duplicando cada 30 años y si usted que cometió el error de leer esto empieza a utilizar la matemáticas notará que cuando llegue a la generación que lo antecedió hace unas treinta y tres generaciones va a descubrir que para que usted exista deben de haber coexistido unas ocho mil quinientos millones de seres que tuvieron que compartir su espacio y su tiempo, cuando en todo el planeta no había más de doscientos millones de habitantes.

No me crea, agarre la calculadora nomás.