Pepito tenía el trompo. Pero no la cuerda. Y lo imaginaba girando desaforado, dibujando su paso sobre el tierral para encaramarse desde el dedo índice a su palma y continuar con su rotación gallarda hasta que la inercia fuera debilitándolo para caer inerme como los sueños vanos.
Pero no estaba la cuerda y sí los sueños de este chico voluntarioso. Una idea surgió en su cabecita loca y corrió a su casita enclavada en un barrio marginal. Pepito sacó todos los cordones que pudo de los ajados zapatos de su padre y de sus hermanos y los fue uniendo en un remedo de cuerda. Después, regresó al patio y arropando el trompo con su ilusión más que con esa sarta de nudos, lo arrojó con todas sus fuerzas, viéndolo girar en su mente pletórica. Pero el trompo rebotó en el piso para elevarse como una piedra que chocó en el canto de un muro y prodigiosamente, aterrizó en el mismo suelo, girando como si hubiese sido arrojado por el más avezado jugador del mundo.

Pepito no cabía en sí de alegría al comprobar que su idea había tenido éxito. En realidad, esto no tenía ninguna lógica ni un físico que pudiese explicarlo. Porque en las cien veces que Pepito lo intentó después, el trompo jamás volvió a bailar. Los que sí se dieron vueltas y más vueltas fueron el padre y los hermanos de Pepito buscando los cordones de sus zapatos. En el patio, el chico continuaba intentando hacer girar sus sueños.