12 Pueblo, sabores de la niñez y enfermedad
El pueblo minero era hermoso y estaba gobernado por la naturaleza, la fe, el instinto, el conocimiento popular y, en ocasiones, por la irracionalidad. No había autoridad, cura ni médico. Un día, la única potestad del pueblo desapareció. Por ello, ante la ausencia de un mediador legal, la gente resolvía sus diferencias a golpes o a balazos.
Hubo un cura, pero lo asesinaron. Por eso, para hablar con Dios, la gente sólo debía levantar la vista al cielo. El sacerdote murió en la cantina, víctima de un juego de palabras… y de un tiro. En una ocasión, un borracho del pueblo, al entrar, lo saludó:
—¡Quíhubo padre!
—Padre… y padre de más de cuatro —respondió el cura.
—¡Pero no mío! —replicó “el torvo sujeto”, como lo describirían las beatas del pueblo.
Al terminar de decir la frase, el hombre alcoholizado desenfundó su pistola y le disparó en el pecho al cura, quien cayó muerto. En la capital del estado, el obispo nunca cuestionó qué hacía el párroco en la cantina, sólo consideró a ese pueblo un refugio de salvajes y no volvió a enviar a otro sacerdote a la región. Dejó a la iglesia y a las beatas en el abandono.
Hubo un médico y también falleció. Por la ausencia de un galeno, para aliviar el dolor la gente se tomaba un té y si la enfermedad persistía, no había nada que hacer, pues resultaba mortal. El doctor murió despeñado en alguna barranca. Atendía a los pacientes en la cantina, donde se la pasaba bebiendo todo el día, dicen que para ahogar una pena de amor que lo consumía, pero nunca lo logró, el desamor sabía nadar y siempre salía a flote. No sólo daba consultas, además operaba sobre alguna mesa del lugar.
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Las únicas actividades que hacía el jovencito durante las vacaciones en la sierra dependían de la naturaleza, pues no tenía contacto con otros menores. El pueblo, lejano a su casa, era pequeño, y los pocos niños que vivían allí trabajaban para ayudar a sus padres en las labores del campo o la minería. En los pueblos, la escolaridad concluía, en el mejor de los casos, al terminar la instrucción primaria. Desde muy temprana edad debían integrarse a la vida productiva. En esa época no existía el fenómeno social del tercer milenio, esa plaga denominada “Ninis” (jóvenes que ni estudian ni trabajan).
La rutina vacacional consistía en levantarse en cuanto el sol salía y comenzaba a calentar; desayunar algún “antojito” preparado amorosamente por la Madre del jovencito, hecho con harinas o granos, que no necesitaba refrigeración y podía conservarse por mucho tiempo. Entre esos antojitos, sus preferidos eran los “encanelados” (crepas con canela y azúcar), las gorditas de frijol y un cereal silvestre, que se recolectaba en el campo y al que los serranos nombran “Guaute”. Actualmente, en la ciudad los macrobióticos le llaman amaranto y le atribuyen innumerables cualidades.
Cuando terminaba el desayuno, el muchachito organizaba una visita al pueblo, para ello siempre utilizaba dos pretextos: ir a ver si había algo en el apartado postal y preguntarle a su mamá si se le ofrecía algo de la tienda. Tanto la Madre como el jovencito sabían que el correo sólo pasaba cada dos o tres semanas, por lo cual no era necesario acudir todos los días al correo. Respecto a las compras, la Madre siempre le encargaba algo, aunque ambos sabían que no encontraría ni jitomates ni carne. Estos pretextos justificaban el permiso y establecían a través de la complicidad un estrecho vínculo entre Madre e Hijo.
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El recorrido al pueblo comenzaba con la búsqueda de “La Catrina”, una mula que era el único medio de transporte; pastaba cerca de su casa y normalmente acudía a su llamado. Le gustaba cepillarla, y al animal también, pues la bestia cerraba los ojos y se quedaba quieta; ya con el pelaje reluciente y libre de abrojos del campo, la ensillaba y tomaba a paso lento el camino al pueblo. Su recorrido era acompañado por el canto de los pájaros y el rumor de los arroyuelos. La Catrina era su confidente y compañera, pues le enteraba de todos sus deseos; jamás volvió a tener una audiencia tan atenta.
El pueblo parecía una culebra, pues estaba construido sobre una sola calle que serpenteaba siguiendo la forma caprichosa de la montaña, a ambos lados estaban las casas. La mayoría de ellas construidas de “tableta”, unas tiras muy delgadas de madera a las cuales les llaman “tejamanil”. Otras, las menos, eran de adobe sin recubrir. La primera casa del pueblo era la más grande, estaba abandonada desde hacía muchos años, sin embargo, nadie la invadía o desmantelaba y, por supuesto, el grafiti era inexistente.
Durante el trayecto, el jovencito acicateaba la mula para cambiar su paso lento, él se imaginaba ir en un brioso trote. Su Padre nunca quiso tener un caballo, decía que eran vanidosos, pues fingen ver el horizonte para mostrar su desdén por los que no tienen su galanura y como marchan tan erguidos no ven el suelo que pisan.
Los fundadores del pueblo, el Padre del muchachito entre ellos, cortaron el cerro y establecieron una pequeña superficie plana con la finalidad de montar un campo deportivo y alejar a los jóvenes de las cantinas, que en la época de auge del mineral se encontraban por todos lados. El jovencito nunca supo si se llegó a ocupar, desde que él asistía a la primaria ya era un espacio vacío. También estaba la única primaria rural que hubo en toda la historia del pueblo, se llamaba “Independencia y Libertad”, donde el muchachito cursó los dos últimos años de educación básica. Conforme las minas se agotaban, la población emigraba, por ello cada vez asistían menos alumnos. El gobierno federal no justificaba mantener varios maestros para pocos alumnos por lo que seguía existiendo un solo profesor que impartía todos los grados.
En su trayecto, la tienda de Arturo era paso obligado, construida por un tío del adolescente, quien por una discrepancia derivada del alcohol y el juego de cartas murió “a balazos”, en un enfrentamiento con el único hijo varón de don Santiago, socio de su Padre. Fallecido el tío y con los hijos estudiando en la capital del estado, su viuda dejó la sierra y se fue a vivir a la ciudad. Le vendió la tienda a Arturo, un minero fracasado que se casó con una sobrina de la Madre del jovencito.
Cuando pasaba por la casa de un viejo minero o minero viejo (si su salud se lo permitía trabajaba para el Padre del jovencito o lavaba “jales”, desechos que quedaban después de extraer los minerales, en los arroyos) su corazón se agitaba. Tenía dos hijas muy bonitas, “sus compañeras de banca” en la primaria del pueblo. Tiempo después, una de ellas le dejaría una marca indeleble al muchachito.
La calle continuaba ciñéndose al contorno de la montaña y descendía sobre una ladera donde, por su pronunciada pendiente, fue imposible construir allí, le seguía un arroyuelo y luego una pequeña cabaña que albergaba la oficina de telégrafos.
De todos los fundadores de aquel mineral, el único que contaba con un título profesional (Ingeniero Minero y una maestría en Geología) y había trabajado en el extranjero era el Padre del jovencito. Por ello, a donde iba, llevaba consigo la “civilización”. Por su Padre el pueblo tenía correo, telégrafo, educación primaria y, por increíble que parezca, un primitivo servicio de telefonía que enlazaba las casas de los primeros habitantes del poblado, menos de diez personas.
Aquellos primitivos teléfonos conformaban una red privada, no se marcaba un número sino se usaba una manivela, sonaba un timbre y a través de un código los usuarios sabían para quién era la llamada. Tres timbrazos largos y dos cortos indicaban que era para la familia del jovencito; un timbrazo sostenido significaba emergencia. El sistema era bastante subjetivo, pues cada quien interpretaba “largo” y “corto” de diferente manera. Sin embargo, esto no causaba problemas, si quien contestaba no era el destinatario bastaba hacérselo saber, platicar un poco y pedirle que colgara.
Antes de que finalizara la extensa calle había otra tienda, una carnicería, que sólo operaba cuando alguna vaca se despeñaba a un barranco, y la oficina de correos. Allí terminaba su recorrido, aunque la calle continuaba un par de kilómetros. Por lo disperso del pueblo y la gran distancia a las rancherías circunvecinas no había servicio de entrega a domicilio, se sustituía con apartados postales. Eran unas gavetas con pequeños cajones numerados que los usuarios rentaban y donde se depositaba la correspondencia. El de la familia del jovencito era la número tres. Al llegar a la oficina de correos y constatar que en el apartado postal no había nada, y ningún camión maderero había llegado al pueblo y no arribaría en los próximos quince días, el muchachito iniciaba el camino de retorno, siguiendo la misma ruta.
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De regreso a casa, desensilló la mula, la llevó a pastar, después le contó a su Madre que en el pueblo no había novedades, excepto que sus habitantes seguían muriendo de inanición. No obstante, le describió emocionado que en el camino había escuchado el trino de un pájaro para él desconocido. A veces encontraba una flor silvestre que por su belleza le llamaba la atención y la cortaba para ella.
Su Madre le pidió que se sentara para servirle de comer, la dieta de la familia se basaba en una limitada variedad de ingredientes; su Madre desbordaba imaginación para prepararlos o presentarlos como platillos diferentes. Al jovencito le sorprendía esa habilidad y le sabían exquisitos los alimentos. Era una experta en eso.
En aquellas montañas, tanto en verano como en invierno, llovía copiosamente, ya fuera por la tarde o por la noche. La casa tenía techo de láminas de zinc, por lo que el golpeteo de las gotas al caer sobre el metal producía gran estruendo, ensordecedor cuando caía granizo.
Cuando no llovía, el jovencito iba de cacería, siempre acompañado de su perro Guardián, una bolsa de lona de las que manufacturaba su Madre y un extraño rifle Winchester (de dos cañones diferentes, el superior para balas calibre .22 y el inferior para cartuchos tipo escopeta calibre 410) de un solo tiro, el cual se debía recargar después de cada disparo. Eso lo obligaba a una mayor precisión, pues si erraba el tiro, se perdía tiempo en reabastecerlo, y la presa escapaba.
Montaña adentro se podían encontrar venado o pavo silvestre, sin embargo, en el radio de acción del jovencito y por el tiempo, solamente veía paloma gris y ardillas, aunque éstas normalmente deambulan por las mañanas, por eso era difícil verlas. En cambio, las palomas, hoy casi extintas, era más fácil encontrarlas. La agudeza visual y auditiva de esos animales dificultaba la cacería, detectaban con facilidad la presencia de depredadores y levantaban el vuelo de inmediato. Por ser aves de altos vuelos, su siguiente parada se situaba a kilómetros del lugar de partida, lo cual implicaba una buena caminata para volverlas a encontrar, si se erraba nuevamente el tiro, se recorrería otra vez largas distancias.
Durante sus exploraciones por la montaña a veces encontraba hongos comestibles, los cuales recolectaba en la bolsa de lona. Le apasionaba, pues la mayoría eran venenosos y sólo unos cuantos se podían comer. El Padre del adolescente le enseñó a clasificarlos. Él presumía ser un experto, a pesar de ello la Madre los cocinaba con una moneda de plata, si había uno venenoso, inmediatamente se volvía de color negro, lo que se conoce como Reacción de Fleitmann.
Si tenía suerte llevaba alguna paloma o ardilla, que su Madre sumergía en agua con sal durante toda la noche, para quitarles el sabor a bellota, su alimento impregnaba su carne de ese sabor fuerte y acre. El mismo que hoy encarece el jamón ibérico de cerdo bellotero; allá se eliminaba. Paradojas de la vida.
Cuando llovía, no salía de cacería ni a pasear por la montaña, el jovencito permanecía en casa y disfrutaba algún juego de mesa que su Padre le enseñaba: dominó, damas chinas, damas españolas, baraja española, brisca, tute o conquián. Otras tardes su Padre tomaba un libro de poemas, escogía alguno y dependiendo la extensión le asignaba un valor: cinco, diez, quince y hasta veinte centavos. El muchachito debía memorizarlo y después recitarlo sin errores y con entonación aceptable, su Padre, libro en mano, validaba la interpretación; si lo hacía sin equivocaciones le pagaba la cantidad previamente definida. El Padre estaba convencido de que entre los innumerables factores que se requieren parar tener éxito, contar con buena memoria era de suma importancia, la cual se podía ejercitar como si fuese un músculo, de allí las prácticas de memorizar poemas.
Siempre, a las cinco de la tarde, el Padre tomaba una taza de café, el cual preparaba la Madre de forma sui géneris. Cada quince días hervían granos triturados de café en agua, hasta lograr un extracto concentrado, el cual se guardaba en un frasco tapado para evitar que perdiera su aroma. Cuando se deseaba beber café, simplemente se ponía a calentar agua (o leche, cuando había) y una vez hirviendo, se le agregaba una cucharadita del extracto. A ese tipo de preparación se le llamaba “Café de Greca”.
El jovencito acompañaba a su Padre, quien bebía muy lentamente su café, con dulce preparado por la Madre, quien tenía un gran repertorio de recetas que se podían elaborar con ingredientes locales, de fácil preservación, como galletas recién horneadas de sabores; ates de frutas cosechadas en la huerta; miel de piloncillo con hojuelas de maíz o cuajada (especie primitiva de queso fresco); fruta en conserva; orejones (fruta secada al sol) y, su preferido, jamoncillo, hecho con azúcar y leche.
En la casa no había energía eléctrica, mucho menos aparatos electrodomésticos, como un refrigerador, para almacenar comida. Por ello los ingredientes eran sumamente limitados y escasos, se requería de gran ingenio para preparar tanta variedad. Todo eso marcó al jovencito, pues nunca volvió a saborear aquellos dulces, que aún permanecen en algún rincón de su memoria, con el título de “sabores de mi niñez”.
Al caer la noche, cobijados por la luz de una lámpara de carburo, se tomaba una merienda ligera, café con leche de lata, eran escasas las vacas, y alguna pieza de pan, mientras su Padre recordaba alguna de las innumerables anécdotas que conformaban su vida azarosa y rica en experiencias. Era un gran conversador, narraba los acontecimientos con voz pausada y lujo de detalles. La relación con su Padre, tanto en vida como en el recuerdo, siempre fue y ha sido amorosa, respetuosa y de gran admiración; aquellas anécdotas de sobremesa a la luz mortecina que proyectan las lámparas de los mineros, le enseñaron mucho y estrecharon sus lazos familiares y afectivos.
Puntualmente, de ocho a nueve de la noche, la familia escuchaba la radio, sintonizaba la única estación que tenía la suficiente potencia para alcanzar aquellos recónditos parajes, la XEW de la ciudad de México. La programación consistía en noticias, una radionovela, el programa de concursos del Doctor IQ (“arriba a la derecha tenemos una dama doctor” se escuchaba decir a una edecán) y La hora del aficionado, música con los intérpretes del momento, Pedro Vargas, el doctor Ortiz Tirado, Emilio Tuero, Salvador García, y un día a la semana el programa cómico El Risametro.
Antes de ir a dormir, y si el clima lo permitía, el Padre salía a caminar. En uno de los extremos de la casa había una pequeña escalinata de piedra que el Padre y el jovencito subían y bajaban metódicamente un cierto número de veces que, de acuerdo con sus cálculos y tomando en cuenta la pendiente de la escalinata y la extensión de la misma, equivalía al esfuerzo requerido para recorrer un kilómetro en plano.
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Ese verano dos temas captaron la atención de la familia. Uno, la enfermedad del Padre, nadie sabía qué tenía pero su aspecto físico denotaba la gravedad de su salud. El otro, el futuro del jovencito, como había terminado la secundaria era momento de decidir si seguía estudiando o se iba a trabajar a la mina de su Padre.
Padre e Hijo analizaron los pros y contras de cada una de las alternativas. La ventaja de estudiar era que el jovencito aprendía muy rápido; la desventaja, olvidaba muy pronto. La ventaja de trabajar la mina de su Padre es que a futuro sería su propio patrón; la desventaja, la mina ya casi no producía, la tan buscada veta que traería la bonanza familiar nunca apareció. El pueblo agonizaba, el olvido y la montaña lo estaban enterrando poco a poco.
La grave situación económica familiar dificultaba la toma de decisiones, la deteriorada salud del Padre complicaba el panorama, su estado le impedía trabajar con el mismo ímpetu de años pasados. A ello se sumaba la imposibilidad para conseguir mineros, pues ante la agonía del pueblo, la mayoría había emigrado a las ciudades o a Estados Unidos, a trabajar como braseros.
En el caso del jovencito, el problema se agudizaba, pues seguir estudiando lo obligaba a cambiar de residencia, además no consideraban prudente que regresara a la ciudad de Durango, dado el accidente ocurrido con la bicicleta un año antes.
La esperanza, más que la lógica, propuso dos caminos: uno para el Padre. Dado que éste había luchado en la revolución Mexicana, guerra que causó dos millones de muertos, por esos principios e ideales (el Padre fue herido en varias ocasiones; años después fue reconocido como “Veterano de la Revolución” con el grado de teniente coronel), aunado a que cultivó amistad con un joven militar asignado en aquellas montañas (quien ocupaba un alto cargo en la Secretaría de la Defensa Nacional) y ante la imposibilidad de costear su atención médica, se decidió viajar a la ciudad de México a buscar a ese amigo, enarbolar los reconocimientos y condecoraciones obtenidas en su lejana juventud cuando perteneció a la milicia que formó al país y solicitar atención gratuita en los servicios médicos del ejército.
El otro para el jovencito: una amiga de juventud de la Madre y madrina del muchachito que había emigrado de aquellas montañas, con quien la Madre mantenía una relación epistolar, enterada de la difícil situación por la cual atravesaba la familia, sugirió una escuela superior localizada en un pequeño poblado de un estado fronterizo del norte, Montemorelos, Nuevo León. La institución gozaba de prestigio por su alto nivel académico, era supervisada por universidades estadunidenses ubicadas en Texas. Además, era un organismo integral, proveía de educación, casa, comida, sustento y, lo más importante, contaba con un sistema de trabajo para que los estudiantes generaran sus ingresos y costearan su permanencia.
Al amparo de esos sueños, ilusiones y esperanzas, el Padre y el jovencito tomarían el camino que los llevaría lejos de su mundo, de su esposa, el primero, de su Madre, el segundo.
Tres soledades separadas por la distancia y enlazadas por el amor.
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