“Es cochina la policía, te quita la mercadería”.
Maravillosa Tupiza se me aparece en la cabeza con una voz que se vuelve sirena. Una rima aguda que se desliza entre las bocinas, los platillos, las frenadas que manchan de negro el asfalto, los gritos de Hay cuatro arriba de ese techo, tírenle a esas mierdas. Una voz que se me clava en el respaldo de la silla en la que espero a Choque. La oficina de El Gran Juan Choque, como lo llamaron los que me subieron a los empujones por esta casa de tres plantas, tatuada de pedazos de ladrillos que faltan y perros flacos aullando al pie de las escaleras. La oficina de El Gran Juan Choque, al borde de una avenida Juan Pablo II de autos entrecruzados en plena calle y carros volcados con el aceite de las salchipapas todavía humeando. El único punto que me deja ver, a través del humo de los gases que cada vez se hacen espesos más y más cerca, el blanco sin manchas del cerro Illimani.
Que Choque me haya mandado a llamar. O mejor dicho, que los cuatro monos de Choque me hayan levantado de los pelos en pleno Mercado de Pulgas de La Ceja, y, revoleando billetes verdes por acá y por allá, sortearan los cascos, los escudos, y el martilleo seco de las Itakas para traerme hasta acá, habla de que el negocio no está andando tan mal. No el mío, por lo menos.
Aurita viene el jefe, murmuró uno de los monos que me sentó en la oficina ese mediodía. Aurita, argentino conchudo, agregó antes de cerrar la puerta para dejarme solo. Juan Choque; El Gran Juan Choque, se iba a hacer esperar. Como buen indio con aires de ganador. Como buen negro con plata. Después, las imágenes. Cuántas fotos junta este morocho en las paredes, pensé. Seguro que para tapar los ladrillos sin revocar. En una reconocí a Carmen, La Cholita Más Ruda del Altiplano, hablando con Choque al costado del ring. Pegado, una imagen de Amalia, La Dragona, escupiendo sangre en la lona con Choque sentado en primera fila, cagándose de risa. Al lado, otra instantánea de Laura, La Paceña, parada sobre las cuerdas y a punto de lanzarse desde un rincón sobre Sexy Susana, que la espera lista para hacerla pasar de largo mientras prepara los codos para cuando la negrita de pollera y bombín quede boca abajo.
Otra toma muestra a Ana Polonia Mamani rompiéndole una botella de cerveza en pleno cráneo a un gordo sin camisa que amaga escupirla. Ahí, El Gran Juan Choque aparece tirándole a la luchadora con el relleno picante de una empanada salteña. Pero en ninguna foto aparece Clotilde, La Robacorazones. Y ahí es cuando me doy cuenta por qué ahora estoy acá. Con la vista de pronto vuelta a la avenida Juan Pablo II, y una risita corta que se me escapa cuando ubico a dos mujeres con el pelo blanco de cemento hecho polvo levantándose las polleras para mear en una vereda. Hasta que un camión del ejército frena a los tirones, y los uniformes desparraman a patadas a las mismas mujeres antes de perderse entre los recovecos del barrio.
“Alguien apague ese fuego, Anchanchu”. Ahora es el ruego de Eleonora, La Besadora de Oro, lo que me cruza el pensamiento. Cierro los ojos. El Polifuncional Heriberto Gutiérrez de La Ceja rebalsa de enanos mascando coca. Clotilde, La Robacorazones, la que antes de la gloria fuera conocida apenas como La Muda, abraza el cuello de La Besadora de Oro, y de las gradas vuela un vaso con cerveza que le arranca un chasquido a las llamas encendidas a un costado del ring. Clotilde tiene a Eleonora contra las cuerdas; la cara de su rival de frente al fuego que se levanta. Un pibe envuelto con la bandera de Bolivia que chilla ¡A quemarla! ¡A quemarla! Y yo que me pierdo entre las guitarras, el tambor, el compás del huayno que hace menear las cabezas mientras las mujeres se vuelven una sola transpiración dentro del cuadrilátero.
Eleonora, La Besadora de Oro, de pronto se safa y de una patada lanza a Clotilde al otro extremo del ring. La pollera floreada entreabierta. El sombrero bombín de la peleadora que rueda. Pero Clotilde es un gato andino: se pone de pie, las trenzas azabache con claritos rubios a un costado, y trote corto y salto para caer con el peso del antebrazo sobre la garganta de Eleonora. Que se desploma abrazándose el cogote. Con la mueca del que acaba de ser degollado de un solo tajo. Vuelan pedazos de salchichas, escupidas. Un indio manotea a otro de la oreja para luego cruzarle la nariz con un trompazo. La silla que un chino negro pagó 22 bolivianos, algo así como 3 dólares, que se rompe en la espalda de otro que acaba de tocarle el culo a una vieja. Y a mi lado, de pronto, en esa primera fila del Heriberto Gutiérrez, de ese galpón con olor a chivo, Juan Choque. El Gran Juan Choque. El mismo que aparece sentado frente a mí cuando finalmente abro los ojos.
¿Porteño o del interior?, pregunta, con una sonrisa apenas dibujada sobre unos labios carnosos, como de pescado de río. Aunque es negro y petiso, de cabello oscuro llovido y sin un solo pelo de barba, no parece ser otro de los típicos bolivianos que, de noche y siempre borrachos, vomitan de a miles en las escalinatas de la catedral Metropolitana de La Paz. Porteño, respondo, con otra media sonrisa. Unos fachos de mierda, replica. Yo viví en Buenos Aires mucho tiempo, así que no te sorprenderás que te hable igual que como hablan ustedes allá. ¿Y que hacía en Buenos Aires? Bueno, porteñito, ya te imaginarás: laburé en la mierda en la que laburan todos los bolitas cuando vamos para tu tierra. Hice lo que ningún argentino quiere hacer por sí mismo: destapé baños, hice zanjas, vendí verduras y ají en la puerta de los supermercados. ¿Y le fue bien? Sí, tan bien que me volví con lo puesto. Me cagué de hambre en Buenos Aires. Pero no fue al pedo la estadía: allá no sólo aprendí a hablar como ustedes, con ese tonito de gringo amanerado del que tanto se enorgullecen, sino que además aprendí lo más importante: a hacer negocios.
¿Tomás cerveza, gringuito? Sí, claro. El Gran Juan Choque pega tres aplausos y segundos después hace su entrada el indio más corpulento del que tenga memoria. Dos paceñas, Evo. Apenas unos minutos después, las botellas y dos jarros helados se apilan sobre el escritorio. ¿Viste por la ventana, porteño? Apenas un poco. Fíjate bien entonces: esto se va al carajo, como dicen ustedes. A Sánchez de Lozada, ese malparido que todavía se hace llamar Presidente de la República, se le acabó la suerte. Aunque digan que los yanquis los ayudan, se terminó. Los aimara no van a ceder. Las palabras de Choque se vuelven un trueno por una explosión que intuyo lejana, pero que hace temblar los vidrios de las ventanas. Mala época elegiste para llenarte de plata en Bolivia, gringuito.
Largué una risa corta, casi como un quejido. El Gran Juan Choque se equivocaba. Si algo no había hecho desde mi huida de Jujuy eso era, precisamente, llenarme de plata. El comienzo había sido tan repentino como la desesperación: de un momento a otro. Un viaje de Tilcara a Humahuaca. Ochenta turistas apiñados en un colectivo medio desarmado de Balut por una ruta 9 reseca como las montañas que amenazaban desmoronarse kilómetro tras kilómetro. Las rocas levantando el suspiro de un grupo de alemanes ansiosos de tomar agua que da diarrea y comida frita que perfora el hígado para probar que ellos también saben de aventura. Y que la miseria distrae. Ayuda a descansar. Mi mujer y yo, tirados en el asiento en otras vacaciones pensadas a las apuradas para recomponer un amor muerto luego de tres separaciones. El colectivo que serpentea entre los cerros y gana más y más altura, mientras las jubiladas sacan fotos movidas a lo que sea y los maridos hablan entre sí de lo lindo que debe ser vivir en un lugar infestado de víboras, en casas de adobe, muertos de sed, sin árboles, y con todo el mundo andando en patas. Cagados de calor los 365 días del año. Mi mujer que también saca fotos. Y que a cada clic de la máquina le agrega un Mirá qué lindo. Mirá qué colores. Somos privilegiados de estar en un lugar ancestral. Mirá ese pueblo, no tiene una sola calle pavimentada. Mirá esa nena desnuda que está siendo acariciada por su padre. Cuánta sabiduría milenaria.
Voces que de pronto se vuelven un nudo en mi garganta. Un tufo pesado que entra por las ventanillas abiertas junto con el calor y me acelera el corazón como si estuviese corriendo una carrera. Mirá que cielo. Mirá, un guanaco echado. Mi mujer, que jamás puede mantenerse callada. Jamás. Ahí es cuando me llega la idea, en medio de una taquicardia que se dispara y el nudo que ya es vómito cerca de mi boca. Otra vez al lado tuyo, yegua hija de puta, pienso. Tres veces me mandaste a la mierda y yo otra vez al lado tuyo, hija de puta. Ella me mira y sonríe. Sos el hombre de mi vida, dice. No se calla. Me besa. Bajo los párpados. Soy el hombre de tu vida, hija de puta, me repito por dentro. La beso. Primero suave. Después apretando los labios. Dejo lugar para que mi lengua se le escurra en la boca y se empape de saliva. Luego rozo su lengua con mis dientes. Sé que eso la calienta. La calienta mucho. Escucho cómo empieza a respirar más pesado. Los alemanes destapando cervezas mientras el colectivo hace esfuerzos para no volcar ante tanta curva y contracurva. Yo soy el hombre, me digo con los ojos todavía cerrados. Soy el hombre de tu vida, completo, antes de apretar fuerte hasta las muelas. Sin abrir los ojos. Permitiéndome sentir la rugosidad, la inmediata flaccidez del pedazo de su lengua que queda en mi boca. Que se vuelve sabrosa por la sangre. Que empiezo a masticar con gusto mientras mi mujer cae sobre el respaldo del asiento entre gritos y borbotones. Juntos para toda la vida, amor, le digo con los dientes rojos de su sangre. Para toda la vida, amor. Y me trago su pedazo de lengua. Ahora sí que te vas a callar. Después todo es romper el vidrio de la ventanilla con el martillo para los accidentes. Ganar la ruta cuando el colectivo finalmente se detiene en la banquina y todos bajan espantados, temblando, puteando en idiomas que no conozco. La ruta. Y correr y correr hasta que un auto se detiene. Me levanta. Y así otro. Y otro. Y otro. Hasta que llego a Bolivia.
¿Cuánto querés por la chola luchadora?, dispara El Gran Juan Choque. Que deja en claro que no está para los recuerdos. ¿Por quién? Por Clotilde, La Robacorazones, argentino. O La Muda, como prefieras llamarla vos. No se vende, Choque. ¿Me estás escuchando, porteñito? Esto se va a la mierda. ¿Sabés lo que tarde en llegar acá para verte la cara? Cinco controles de milicos tuve que sobornar para caer a la cita, gringuito. Los tiros y las piedras están a dos cuadras de acá. Dos cuadras. La oportunidad te la doy ahora o perdés todo, argentino. Dejé las palabras de Choque en el aire. Tomé un trago de cerveza. El Gran Juan Choque volvió a la carga. ¿Cuánto gana? Ese no es el punto, Choque. Decíme cuánto gana, porteño. Treinta dólares por pelea. Choque soltó la carcajada. Sabés que puedo hacer esto sin hablar con vos ¿no? Podría, pero por algo me tiene acá sentado, Choque. Sos rápido argentino ¿eh? Y tránsfuga, como buen representante de tu pueblo. Te tengo acá y me siento a hablar con vos porque sos el marido de La Muda. Aunque ella no sabe lo de tu mujer en Argentina, claro. Choque es astuto, sí. Bajé la vista al piso de cemento. Yo soy un hombre viajero, argentino. Pero más que viajero, soy un hombre informado. En Jujuy todavía te esperan con tenedor y cuchillo. Qué paradoja ¿no? Venís acá y te juntás con una mujer que no habla. Una chola que nació casi sin lengua, y a la que ningún hombre se anima a montar porque es más fea que un cerdo.
Le di unos minutos de silencio. Tomé más cerveza. Si te la doy así como así, me quedo sin nada. Ya me tuteás, dijo Choque, y ensayó otra media sonrisa. Vamos bien. Sos el representante, y si me la pasás, te quedás con plata. Pero sin nada para que el día de mañana los milicos de acá me rajen de Bolivia, Choque. Gringo, entendelo de una vez: esto ya se está poniendo malo para los extranjeros. Muy malo. Y no importa si tenés los papeles en regla, estás casado con una nativa, o tenés guita para pagarle al comandante del ejército. Al final del día no habrá más reglas, argentino. No habrá más nada de lo que conocés.
El Gran Juan Choque no me dio tiempo a pensar. Y subió la apuesta. Tu chola está invicta. Es la nueva y última invicta de las cholas luchadoras. El fenómeno que sorprende al mundo, argentino. Las mujeres típicas de Bolivia que se suben al ring para reventarse la cabeza hasta que una no quiere más, agregó ya entre carcajadas. Yo me mantuve en silencio. A ver, te propongo un trato, porteño. La ráfaga de fúsil que, cercana, retumbó entre las paredes de la oficina, me despejó en un segundo de cualquier sopor. No pongas esa cara de susto, gringuito. Te propongo un trato, en serio. Asentí con la cabeza. Quiero que Clotilde, La Robacorazones, pelee con Soledad, La India. La propuesta me hizo enderezar en la silla. ¿Con La Gladiadora de Cochabamba? Estás loco, Choque. Va a ser una matanza. Callate, argentino, y escuchame: si Clotilde gana, entonces vos podés seguir manejándola pero me hacés tu socio en esa luchadora. No puedo quedarme sin la joya, entendelo, gringo. ¿Y si ella pierde? Si pierde, me la entregás completamente. Y yo te aseguro un pasaje de avión y papeles para que te instales en cualquier lado menos en Argentina. ¿Y guita? Dejame terminar, porteño: Y guita para que no la pases mal por un buen tiempo.
La propuesta, lo reconozco, era tentadora. ¿Por qué tanto interés? Choque se pasó la lengua por el labio superior. Alineó las palabras en su cabeza antes de hacerlas sonido. Te dije que esto se va a la mierda, argentino. Los indios están todos levantados. Acá van a morir muchos. Y el muerto siempre tiene alguien que lo vengue. Siempre es así. Ni siquiera yo estoy a salvo de todo esto, aunque corra con alguna ventaja comparado con vos. Todos se van a cagar a tiros. Así de simple. Y los que no se mueran por los tiros, se morirán por el hambre que va a seguir al levantamiento. Los milicos tampoco van a aflojar. ¿Sabés cuál es el resultado de todo esto? Tristeza, porteño. Solamente tristeza. Y el que está triste ¿qué busca? Dejar de estarlo. Ser feliz. Estar contento. ¿Entendés, argentino? Choque lanzó una carcajada corta en medio de su monólogo. Quiere alegría, porteño. Y al boliviano, si algo le gusta eso es la joda. La joda loca. Chupar hasta caer desmayado y cagarse de risa. Y gritar. Olvidarse de todos los problemas aunque sea por un instante. Aunque no se lleve nada a su casa. Quiere el momento. Por eso, el que tenga la alegría en su poder, la risa entre sus manos, tendrá en su bolsillo al bolsillo de la gente. Porque, ya te dije, se vienen tiempo bravos, argentino. Y también el tiempo en el que hombres como yo tenemos que hacer la diferencia.
Sí, El Gran Juan Choque tenía todo calculado. Empiné el último trago de cerveza. ¿Cuándo sería esa pelea?, pregunté. ¿Cuándo, gringuito? Pues en unas horas. ¿Cómo? Sí, como lo oíste: en unas horas. Antes de juntarme con vos me aseguré de que Soledad, La India, venga para El Alto. Y a tu mujer seguro ya la están llevando mis colaboradores. ¿Adónde? Al Heriberto Gutiérrez, porteño ¿adónde va a ser? ¡Pero es una locura, Choque! Desde que llegué a tu oficina sólo escucho camiones del ejército dando vueltas, y hasta vos tenés que haber sentido los tiros acá cerca. Es una locura. Choque volvió a reír. ¿Ves que estabas al tanto de la mano, gringo? Hoy, 13 de octubre del 2003, gran lucha, a puerta abierta y gratis. Será histórico. Choque se puso de pie. ¿Nos vamos?, invitó, buscándome la mano derecha para apretarla.
Después todo pasó rápido. La combi que nos llevó atravesando barricadas de ladrillos y palos. Autos quemándose a cada lado de la avenida Alfonso Ugarte, cientos de piernas atropellándose por la 16 de Julio. Una piedra quebrándonos el parabrisas a la altura de la plaza Sucre. Los soldados rodilla en tierra para apuntar preciso en el complejo fabril y las primeras calles de la avenida Pucarani. La combi entrando a toda velocidad al galpón del Heriberto Gutiérrez por la puerta principal y deteniéndose prácticamente al lado del ring. Con puestos de comida volando, sillas astilladas, y espectadores tirándose unos arriba de otros para no ser atropellados. La noticia de la pelea había corrido rápido, y la multitud ya reclamaba golpes. Nuestro ingreso no detuvo el huayno, el griterío o las patas de pollo que ya todos arrojaban sobre el cuadrilátero. Fue bajarse con las cholas ya midiéndose en el ring. Agazapadas. Y ya mojadas por el calor de los cuerpos que se apelotonaban en el Heriberto Gutiérrez; algunos para ver sangrar a las cholas, otros huyendo de los gases y las balas militares que atravesaban las calles.
Miré a Clotilde, que no pudo sostenerme la vista y volvió la atención a su contrincante ya en movimiento. ¡¿Cuánto le ofreciste?!, le grité a Choque. Cien dólares, fue la respuesta. ¿Por 100 mugrosos dólares va a participar de esta locura? Respetala, respondió El Gran Juan Choque. Respetala, porque lo hizo para que a vos no te falte nada, agregó, casi solemne. Amagué trepar al ring para hablarle a Clotilde pero cuatro brazos surgidos de la nada me pararon en seco. Siéntenlo al lado mío, les ordenó Choque a los monos que me bloquearon. Sentate y alegrate, me dijo. Que te estoy haciendo un gran favor. Cuando volví la vista al cuadrilátero, La India ya montaba a La Robacorazones, mí Robacorazones, por la espalda. Después vino el trompo previsible y Clotilde, la mujer que me había elegido para su sacrificio, haciendo de sus manos dos garras de animal para arrastrar de las trenzas a su rival. Un minuto después, envión para apoyarse en las cuerdas y salto con las piernas hacia delante para atenazar a La India por el cuello.
Un vaso voló de entre las sillas hacia la lona. Después dos, tres, cientos más. El olor del líquido derramado sobre el ring me despejó la nariz. Miré a Choque con desesperación. ¡Es kerosene! ¡Es kerosene! Choque apenas soltó una risita. Sí, argentino, es un poquito de kerosene, pero relajate que no va a pasar nada serio. Esto es show. Clotilde y La India se entrelazan como dos gatos enojados, ruedan sobre la lona mojada con combustible. ¡Choque pará esto, por favor! Pero El Gran Juan Choque está muy concentrado en la lucha. ¡Matala! ¡Matala!, gritó alguien desde uno de los costados del ring. La puerta del Polifuncional es una masa de cabezas entrando a los empujones. Apenas si puedo adivinar el gas que tiñe de gris las calles de El Alto. ¡Choque, por favor, pará esto!, volví a suplicar. La India está encima de la cintura de La Robacorazones. Llueven las trompadas sobre las tetas de Clotilde. Los puños que amoratan las cejas, la nariz chata, los labios de mi mujer: la muda. La que no se queja. Vuelan los pelos arrancados de Clotilde. Hasta que La India se levanta, acomoda su pollera verde agua, recoge el sombrero bombín y vuelve a colocárselo en la cabeza. Alguien baja de las gradas y le alcanza una garrafa. Clotilde apenas si tiene fuerzas para mover los brazos en señal de que no está tan mal como parece.
La India levanta la garrafa por encima de su cabeza. Una bandera de Bolivia cae sobre el ring y se empapa de kerosene. Las guitarras, el calor, el tambor, el huayno frenético se confunden en un vaho que hace borrosas las caras transpiradas y las bocas brillosas de pollo masticado como si fuera chicle. La garrafa está bien arriba. La India sonríe y clava la mirada en El Gran Juan Choque, que mueve la cabeza hacia delante. Clotilde abre grandes los ojos desde el piso. La garrafa comienza su vuelo libre hacia el suelo. Hacia la cabeza de La Robacorazones. Pero un golpe seco, una especie de martillazo que viene desde la entrada, congela la trayectoria del recipiente de gas. Después, todo se vuelve una lengua de fuego. Un viento que cocina. Caigo hacia atrás con silla y todo. Y, conmigo, Choque y todos los que se agolpaban junto al cuadrilátero. El ring. Soledad, La India. Clotilde, La Robacorazones. Las llamas. En todos lados. Sobre todo el mundo. Las llamas.
Luego, despierto. El ruido que hacen mis pies siendo arrastrados por un pavimento brotado de cartuchos usados y escombros, me saca del aturdimiento de la onda expansiva y el griterío de los que no murieron quemados. Entreabro los ojos para ver, apenas, una tela desgarrada que todavía cuelga de una ventana astillada a cañonazos. Leo, dolorido, “El gas no se vende ni por Chile ni por Perú”. Debajo de esa bandera improvisada, ya sobre la vereda verde de soldados, ubico a El Gran Juan Choque. Está muerto, pero los militares igual siguen pateándolo con ganas. En su cara desencajada a pisotones no veo un solo rastro de esa alegría de la que tanto hablara. La vista se me apaga cuando, ya siendo llevado de brazos y hombros por cuatro soldados, huelo bien cerca el desinfectante de la ambulancia del ejército.
*Incluido en el volumen de relatos "Ninguno es Feliz" (Patricio Eleisegui, 2015, editorial Alto Pogo). Buenos Aires, Argentina.
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