Don Correcto Prudencio caminaba por la misma calle de siempre. Se dirigía a la tienda de relojes que se encontraba a cinco o seis cuadras de su casa. En ese establecimiento, que más bien era un cuartucho repleto de piezas antiquísimas y que, por supuesto, varios ya no marcaban la hora sino que más bien mostraban sus aristocráticas estampas para dejar boquiabiertos a los que por allí pasaran, le había llevado un viejo reloj de plata -que formaba parte de la figura de bronce de un niño alzando una especie de ramaje en donde se colgaba el mentado aparato- a don Justo Horario, un señor que se podría decir que se había procreado para ese oficio y del que se decía que no necesitaba lupa para examinar los diminutos engranajes de aquellas piezas, sino que había nacido con un aumento en su ojo izquierdo y que era una condición genética heredada por su padre, don Segundo Minutte, otro señor relojero cuya especialidad eran los relojes de arena.
-A veces, a menudo, los relojes antiguos tienden a recordar su pasado. Sucede entonces que los minuteros se enredan con estas ensoñaciones y no es raro que en alguna ocasión, esas dos de la tarde que está marcando el aparato, sólo sean un recuerdo de las seis y media de una mañana cualquiera del pasado. Entonces, se enreda el reloj y lo arrastra a usted a andar perdido en el tiempo.
Todo esto lo recitaba el viejo relojero con su voz cadenciosa, como si su organismo estuviera sincronizado con uno de esos relojes que colgaban de la pared.
Don Correcto, cuyo carácter se fue forjando más bien por la presión de llamarse de ese modo que por sentirlo de corazón, al final se había mimetizado tanto con ello que a menudo era más correcto que su propio nombre. Y esta vez, sorprendido por lo que le contaba don Justo, sólo atinó a preguntar:
-Mi señor, tenga la bondad de aclararme lo siguiente: ¿Me convendría entonces, dejar de lado este reloj antiguo y comprarme uno nuevo?
Don Justo, parsimonioso como un reloj decimonónico, abrió tamaños ojos y por supuesto que el izquierdo ya parecía ser más grande que su propia cara, comprobándose que era cierto lo de la lupa natural.
-No haga ni tal. Los relojes nuevos son peores que los viejos porque siempre están apurados y sólo desean que sus punteros corran a gran velocidad y si hablamos de esos digitales, peor todavía. Esos no le dan a usted la hora, le muestran en su diminuta pantalla todo su desprecio, dibujándole ilusiones propias de la tecnología que se burla de todos, chapoteando en el cuarzo de su alma espuria.
Don Correcto se quedó tan extático con todo lo que escuchó, tal como el reloj cucú de la pared del fondo. Dicho odómetro parecía dibujar una triste morisqueta, siendo más un retablo que un aparato creado para marcar las horas. Y la razón era simple. Según le contó don Justo, una tarde de un mayo cualquiera que parecía que ni siquiera estaba estampado en calendario alguno, asomó el pajarito a las doce del día y en vez de ingresar de nuevo a su encierro, como cualquier pájaro que se precie, este abrió sus alas y revoloteó por sobre ese desorden de vísceras doradas y plateadas que eran los relojes en reparación, aproximó su pico al aparato del cual se había desprendido, acaso como una despedida y luego salió disparado hacia la calle y de allí hacia lo desconocido.
Después de escuchar ésta y muchas otras historias de relojes, don Correcto pensó que lo más apropiado era guardar de nuevo el suyo en su bolsillo. Sabedor ya de los enormes misterios que se ciernen sobre estos aparatos fabricados para que uno llegue siempre a tiempo a todos los compromisos, el señor comprendió que nadie era más puntual que él y lo seguiría siendo con el reloj o sin él. Y que, en realidad, prefería guardar esa antigüedad en algún cajón.
Por lo tanto, agradeció a don Justo por los consejos y se despidió de la manera más cordial.
-Buenas noches, don Justo.
-Buenos días – respondió el relojero, que sin querer había caído en la trampa de otro reloj melancólico.
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