11 Reencuentro de soledades
Al escuchar que un camión se acercaba, a la mujer se le iluminó el rostro, abrió los ojos, sonrió, dejó la ropa que estaba cosiendo sobre la cama y salió corriendo de la cabaña. Al ver bajar al jovencito del transporte le dijo:
—¡Ya está en su casa Hijo!
La Madre lo abrazó y lo besó, desbordando la ternura que el tiempo y la distancia habían alimentado. Era el reencuentro de dos soledades, la de la Madre y la del jovencito. El perro se deshacía en demostraciones de cariño, ladraba, saltaba y no dejaba de mover la cola y, por increíble que parezca, hasta el gato, por naturaleza huraño, apareció y se restregó en las piernas del niño reclamando su atención. La escena era festiva.
—¿Y mi papá? ¿Dónde está mi papá? —preguntó el muchachito.
—Está en la mina —respondió con tristeza la Madre.
—Pero es de noche, mamá, ¿qué hace allí? —preguntó el jovencito.
—Ay Hijo, tu papá no se ha sentido bien, ya se cansa mucho de ir y venir diario a la mina, así que construyó una cabaña allá. Se va los lunes y regresa el sábado —le explicó la Madre.
—Entonces, ¿lo voy a ver hasta el sábado? —preguntó apesadumbrado.
—Sí, pero no te preocupes, falta poco —dijo la Madre con la misma tristeza.
—Pero, ¿está bien? —inquirió el muchachito con vehemencia.
—Sí —contestó la Madre con voz apenas audible y sin ninguna convicción.
Su casa se ubicaba en un paraje a kilómetros del pueblo más cercano, al que caminando por la montaña tomaba casi una hora llegar. El Padre había construido allí, alejado de todo contacto humano, un recinto para el amor, según decía él. En realidad, era una manera de mantener a la Madre del jovencito sólo para él, pues no sólo la separó de la comunidad sino de su familia. La casa era de adobe, techada con láminas de zinc, típica de los pueblos mineros, era una extensión de la tierra misma, pues las habitaciones guardan el calor del día para abrigar la noche y un poco del frío de la noche para refrescar el día. Eran térmicas. Fue construida cerca de la cima de la montaña; arriba, las crestas le daban cobijo y hacia abajo, una vista espectacular. El muchachito paseaba la mirada por horas entre las cordilleras, el azul intenso del cielo y las nubes que subían de lo profundo de las barrancas daban la apariencia de que su hogar estaba sobre ellas.
Un pequeño huerto acompañaba la cabaña, donde según la estación del año se obtenían diversos frutos, principalmente manzanas, higos, chabacanos, ciruelas y duraznos. Una parte de lo que se recolectaba se destinaba al consumo familiar, la otra, a preparar conservas para las estaciones en que los frutales no producían nada. Alejada de la casa quedaban las ruinas de lo que una vez fue una caballeriza, un establo y un gallinero, vestigios de épocas de mayor bienestar y capacidad económica.
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