Los supermercados provocan una extraña fascinación a la cual muchos son adictos, ya sea porque se tiene la impresión de tenerlo todo a la mano y uno puede acceder a cualquier mercadería y hurgarla para tratar de aprehender algo de su contenido. Está la barrera del precio, una centésima menos del entero para propiciar la sensación de la oferta que nunca es tanto. Pero los más se solazan con la contemplación cercana de algunos productos con precios prohibitivos, y es una sensación muy similar a la que siente el sujeto frente al tigre del zoológico, allí, a un paso y sólo separado por una reja protectora, tanto para uno como para el tigre.
Pues bien, allí va uno con su carrito conteniendo algunos artículos necesarios rumbo a la cajera disponible, quien lo atenderá con un buenos días mecánico, acaso ensayado, para que no se escape de los límites que entrampan la cortesía con la impersonalidad.
Ella va pasando los productos por el sensor que le entrega el precio y la suma consiguiente, mientras uno otea de reojo los caramelos que están a su disposición, a boca de carro, pero muy caros en realidad, por lo que desistimos de comprarlos.
Todos los días es igual, esa misma asepsia que se emparienta con la gentileza, a dos pasos del desgano. Después de todo, la rutina mata cualquier encanto y todo se transforma en una sucesión de repeticiones sin atisbo de finalizar. Esto vale para la cajera, para el reponedor, para los guardias y para el cliente, quien al final se aprende de memoria el inventario de mercaderías y ya las expectativas son escasas.
Pero, hace unos días, ha ocurrido algo que ha transformado a ese uno en yo, un ser que pasó de la rutina a la sorpresa y de allí a la fascinación más absoluta. Cuando colocaba la mercadería en el mesón, escuché una voz musical que me saludaba. Miré y me encontré con una chica muy atractiva que, contemplándome a los ojos con los suyos grandes y rasgados, oscuros como una noche de pasión y brillantes, cual reflejo de un manantial dadivoso, me saludaba con sensual cordialidad. Sentí una conmoción que me provocó un leve tartamudeo, lo que hizo sonreír a la chica con una gracia sin igual. Sus manos de dedos finos asieron los productos con elegancia, mientras me dirigía la mirada, que me transportaba a ciertas callejuelas mágicas de oriente. Nada me perturba más que la mirada franca de una chica guapa. Nos miramos fugazmente, yo arrobado, ella imperturbable y segura de su sensualidad exacerbada.
Cuando salí del supermercado, caminé con las bolsas a cuestas haciéndome preguntas y respondiéndome con la más presentable honestidad:
-Ella debe mirar así a todos los clientes. Es guapa y lo sabe, no es más que eso.
-Pero vi un brillo especial en sus ojos, eso no lo he visto en casi ninguna mujer.
-¿Qué pretendes carcamal? ¿Enamorarte de una chicuela por un simple capricho?
-Me gustaría saber más de ella, si es casada, porque con los tiempos que corren, las párvulas ya han pasado por el registro civil.
-Esta es una aventura sin destino.
-No pretendo nada, sólo me sedujeron sus ojos. Y su dulzura, y esa apostura suya, y esas manos. Y su voz. Aparte de eso, nada más.
-Por mucho menos se enamoran los hombres.
Su imagen se fue esfumando con los días y lo que parecía frenesí se transformó en una anécdota.
Hasta hoy, que de nuevo me topo con ella en las mismas circunstancias. Los mismos artículos pasando de mis manos a las suyas, luego al visor y de allí al empaquetador, que contempla todo con mirada distraída. De nuevo, su mirada de ojos oscuros y brillantes y una vez más mi tartamudez. Al instante, esa sonrisa leve, casi giocondiana suya. Siente algo, lo sé, al señor que atendía antes que a mí, no lo miraba de esa forma. Hay algo. O sólo su pecado es ser bella y hacerle creer a todos los hombres que algo suyo les pertenece. No lo sé. De nuevo, su voz preguntándome algo atrabiliario, pero que en sus labios adquiere la entonación de la más sublime de las declamaciones.
Salgo con su imagen viva en mi mente y no puedo desembarazarme de ella. Emerge una y otra vez y aquello me desespera.
Luego pienso racionalmente: ella es una más de esos artículos intocables del supermercado, de aquellos que uno contempla con afán pernicioso, sabedor de que su adquisición es una locura. Claro, de seguro los empresarios la contrataron para que inquiete a los hombres y estos regresen una y otra vez, sólo para sentir la delicia de ser contemplados por esos ojos que parecieran ofrecer los misterios más absolutos de la creación. No caeré en el juego.
Se acabó la mantequilla... el té y ... tengo que comprar un poco de pan... y jamón.
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