A mi sobrino Fer.
“Todos los seres humanos que vivimos en este mundo cumplimos una triste sentencia que hemos de satisfacer como un castigo. No sabemos qué hicimos, pero sobre cada uno fue dictaminado un fallo irrevocable que nos arrastró a la existencia y tenemos que sufrir tristemente todos los días que permanecemos en este destierro...”.
Así reflexionan, no pocas veces, quienes consideran áspero, complicado y hasta muy desagradable y enojoso el vivir. En cambio, para cuantos tienen fe y aceptan la vida como un don gratuito, como un regalo, es la alegría más grande que puede caber en el corazón del ser pensante que puebla este universo y hace florecer la creación y se llama hombre. Porque asumir conscientemente la existencia es asistir cada momento a la consideración gozosa no sólo de poder contemplar a cada paso un misterio, sino de conducir y dirigir con la herramienta espiritual y humana que poseemos, esta mismidad insondable y sigilada que se distingue como la última realidad del ser, o sea, el significado esencial de cada individuo existente que no sólo adorna, sino que le da sentido a todo el universo mundo.
La vida que tenemos y compartimos con todos los vivientes, en efecto, es el acto innovador en el tiempo del Ser Creador que desarrolla infinitamente su esencia en la eternidad. Creando, Él se retira y deja vivir lo que hace y da la vida; pero a cada uno le da una cita, que será el encuentro enamorado con la Vida en plenitud; antes, se ha de vivir, dejar correr la vida como los ríos que salen de su fuente, impulsados por la fuerza de sus aguas, abriendo camino, regando a su paso, fructificando. Nuestra fuerza es el Espíritu. que es desde donde la vida tiene sentido, porque sin él no habrá ni frutos, ni dirección, ni arribo a la meta.
Pero, no voy a hacer en la narración ninguna consideración filosófica y llena de la terminología manida de los pensadores actuales sobre el significado de la vida y el pesimismo que le echan encima. Más bien, voy a referirme a un caso extraño, muy raro y caprichoso, si queremos llamarlo así, y es muy difícil que se repita; porque, es un hecho que cuando el hombre termina su etapa en la existencia, con ello agota también sus posibilidades de crecer y desarrollarse. El río cuando llega al mar, ya no podría volverse hacia atrás para regar y fecundar más campos; es como cuando cae un pájaro bajo el tiro del arco o, como un árbol derribado por un rayo: del lado que cae, ahí se queda. Cada uno en el tiempo es donde debe decidirse cómo correr, ser cazado y de qué lado caer.
Por el misterio que la vida encierra, comoquiera e igualmente esta narración nos llevará a considerar ciertos presupuestos sobre el sentido y valor de la existencia, pero sin ser este su principal propósito o tema central. Porque el personaje propio de este cuento es, o mejor dicho, era un misterioso vagabundo.
Desde que comencé mi vida errante o mi profesión de vagabundo, crucé el Océano Atlántico en una embarcación de carga, alquilándome como estibador. Trabajando en un puerto marítimo trabé amistad con marineros y alijadores, y así no dejé pasar la ocasión de cruzar el mar y llegar hasta otras playas. Y, héteme aquí, metido de caminante en las Europas, aprendiendo a vagabundear en otro estilo.
Cuando llegué al viejo continente empecé a internarme a través de varios países, y lo hacía, como hasta ahora y casi siempre, caminando. Y, precisamente el relato que ahora rememoro sucedió en los primeros años que vagaba por estas tierras, en un pequeño pueblo de la Europa central, cuando me encontré con un vagabundo extraño ya entonces muy viejo, por lo cual, a estas alturas ya debió volver a su ansiada patria. Era un hombre hético, consumido y esquelético, ya pronto a acabar su jornada y a desaparecer de este mundo.
Estaba el descarnado anciano sentado al borde de un jardín, sobre la alfombra verde de un pasto bien cuidado que destilaba aún tenues gotas de rocío. Era temprano todavía. El sol se desperezaba emergiendo tras las nevadas montañas y en medio de un bostezo de nubes blancas proyectaba líneas amarillas de su pelo. El errante peregrino en reposo, absorto contemplaba el despliegue festivo de pétalos de rosas, los cuales en aquel magnífico jardín participaban en un rito de belleza laboratorista. En efecto, en instantes medidos a ritmo de belleza, caminaban abriéndose en desfile de colores y sacudían las perlas del rocío nocturno que las había lavado para presentarse frescas y engalanadas ante las miradas envidiosas de otras flores plebeyas. Me detuve curioso, justo frente al errante longevo, y por varios minutos quedé como petrificado y atónito, viendo el afanar cimero de una hormiga, la cual, aunque pequeña y debilucha, arrastraba el cuerpo exánime de un escarabajo diez veces mayor que su propio peso.
Como no hablaba, el antañón enfocó su vista primero hacia mi sombra, y luego, midiéndome de arriba a abajo, se quedó firme, viendo hacia donde mis pupilas proyectaban su atención y encuadraban tal hazaña sin medida. Se hizo más luz en aquel momento, porque al fin, la nube que ocultaba a medias el sol acabó de jinetear la montaña y se corrió llevándose una montura negra entre las zampas de viento. Y, ahí comenzó la historia. El viejo aquel vagabundo, que era un hombre oriental, pues tenía los ojos rasgados, y, aunque se movía, a veces daban ganas de tocar o hablarle para saber si estaba despierto. Él me dijo en un mal pronunciado inglés, que se llamaba Toshi.
—"Hello, I'am Toshi. And You. I'am from Hong Kong"; —así se presentó.
Yo también le dije mi nombre y profesión, la que por demás, no era necesario señalar, pues a leguas se conoce un vagabundo. Nada más le respondí, pues también me quedé asombrado y meditabundo admirando aquella hazaña de la hormiga por la supervivencia.
Sí, yo continuaba viendo y seguía absorto el afán y coraje de aquella perseverante y laboriosa hormiga. Pero, luego del transcurso de un largo rato que se prolongó e hizo historia en el tiempo, al contemplar estremecido aquello que yo miraba con ojo detallista, de pronto el anciano vagabundo comenzó a llorar a grito abierto y con sofoco. Entonces, dejando la hormiga trabajar sin presiones, me acerqué para buscar consolarlo en su aflicción, y comencé por preguntar el motivo de sus penas.
Porque, si tú no sabes las necesidades de los demás, —¿Cómo podrás ayudarlos? Si te pones a hablarles de cosas que supones, al final, quien va a causar lástima serás tú mismo; y de consolador, te convertirás en consolado. Porque dice el santo de Asís, que no hay que buscar ser consolados, sino consolar, para ponernos en el camino de la perfecta alegría.
—¿Que qué fue lo que vio Toshi?
Yo pensé que había sido el esfuerzo de la hormiga aquello que lo conmovió. Como era ya muy viejo, y apenas podía caminar asido a un nudoso bastón, me imaginé que la hormiga le estaba dando una lección sobre cómo llevar a cabo grandes hazañas, sin importar el grado y el peso de las dificultades que se deben vencer en la existencia. Pero, ni pares ni nones, ni tampoco hueros tostones. Su vista estaba clavada en el escarabajo sin vida, el cual por fin, en aquel preciso instante había sido enfilado hasta la garganta o pequeño agujero de la madriguera de aquellos pequeños insectos himenópteros.
Sólo que como el gusarapo era desmesurado, salieron muchas salpugas hermanas, y rodeando al animal occiso comenzaron entre todas, primeramente a formar una especie de círculo en torno; era como en un rito indiano, pues había algunas que levantaban las zancas más arriba de sus rodillas; pero no estoy seguro si era danza aquella, o bien tan solo el método para medirlo y hacer el boquete más grande, o tal vez con el fin de calcular a cuántas más debían llamar para pasarlo pieza por pieza hasta sus profundos almacenes, luego de haberlo desarmado o desmenuzado completamente.
—Sí a Toshi no se le apagaba el sollozo escarpado viendo sorprendentemente estremecido el vacío insecto envuelto en su caparazón ya inerte. Y justo en aquel momento, comenzó a hablarme de sí mismo en medio de sus interminables y convulsivos zollipos. —"I am as that bug dead...
—¡Ah!, pero mejor te lo traduzco, pues yo aprendí inglés en Irlanda, y tú estudias el inglés americano, y pueda ser que no entiendas mi pronunciación. —Dijo: "Yo soy como ese bicharraco muerto, yo estoy robándole tiempo a la vida, yo soy un espécimen muerto. Yo estoy con todos los muertos. Sí, por eso mi llanto no se amortigua, porque el gemido es una llama mortecina que se enciende cada vez que recuerdo lo que soy, lo que fui y lo que era".
—Pero, tú estás vivo, —le dije. Tú eres un ser humano más entre la especie y el conjunto de los que marchan aún por la existencia; como todos los mortales tú tienes derecho a la vida, al aire, al amor y al sueño.
—No, —respondió enfático, interrumpiéndome tajante, antes de que yo emprendiera el vuelo en un poético discurso pillado al aire, de esos que se presentan cuando no piensas en nada más sino en la belleza, la verdad y la justicia. —Yo estuve vivo, pero ahora estoy muerto; yo viví realmente unos instantes, y eso fue ya hace muchos años. Tantos que ya ni siquiera los recuerdo, dijo gimiendo el desdichado pordiosero.
Luego, brindándome un espacio de plétora y sin igual confianza, Toshi me invitó a sentar junto a él tomando asiento budil sobre aquel paño de verdoso césped, mientras sacudía su nariz con un retazo de tela, la cual tal vez un tiempo remoto fue también blanca y limpia. Después que envolvió el trapo con dobleces desiguales, lo guardó solemne en su bolsillo, el que se adivinaba algo roto, pues vestía muy pobremente; y sin abandonar aquel eterno suspirar gimiente, prosiguió su interesante y sin igual relato:
—"Feliz vivía en el subterráneo mundo, en la sombra de la noche iluminada. Era dichoso bajo la transparente carcajada de las bocas que no abrían nunca sus resquicios, ni denotaban que estaban llenas de dientes. Escuchaba siempre entusiasmado la música callada, y embelesado estaba continuamente por el tono melodioso de las arpas y liras ya sin cuerdas. Me embriagaba el ciborio huero, y danzaba sin movimiento al compás del clavicordio mudo. La palabra sin vocales ni consonantes, sin sílabas ni letras tejían hermosos himnos, endechas, romanzas y poesías. Allá en aquel mundo añorado, sin el orgullo de la vanidad, poetas innominados escribían también sin tinta, los fastos de los cojos, los pobres y los ciegos.
En aquel mundo perdido para mí, el que descansaba alcanzaba al que corría; movimiento y reposo, onda y punto quieto, río y fuente, todo era uno. Misterio del ser que es torbellino en su reposo inconmovible; explosión indecible del impasible silencio. Maravilla muda. Todo era nuevo, todo era vida. Luz sin ocaso; fresco amanecer; lluvia temprana, cosecha sin ansia... Pero, todo para mí está perdido...
Sí, -respiraba y se embelesaba con el sólo recuerdo de aquello que intentaba describirme-, pero no hallaba las palabras adecuadas: -"Yo vivía entre las líneas de filos dibujados de oro; saltaba y giraba como un trompo, sin cuerda, sin punta y sin lanzamiento. Leía y comprendía todo con la "ese" silbada de una palabra final; vi que la ciencia es colonia de rosas y el universo entero es como una simple burbuja o un ojal de camisa sin contar sus bordes. Todo estaba lleno de todo y no había espacio cubierto de vacío; no había altura, ni profundidad; la materialidad se veía en cuarta dimensión a la millonésima y en la punta de un alfiler se apoyaba un millón de mundos.
Allá en el tiempo sin tiempo, se vivía la verdad en su prístina naturaleza y con extraordinaria sobriedad; en su exacta mesura, habitual compostura y sin par resplandor; la realidad del calor devoto del amor añorada y deseada como una bienaventuranza evangélica. Todo era bello, revestido de música, frescor y aire puro; en aquel mundo está ausente el dejo de amargor que produce el terreno vivir cotidiano, manchado de confusión, tinieblas e ignorancia; ese peregrinar terreno que a veces es pesante como un fardo llevado a cuestas cuando no se sabe a dónde vas; igual que una sentencia esculpida con el espasmo de un comediante establecido en políticas insípidas de partidos cascados; o cruel como la herida sin sangre del inflexible bronce inconmovible.
Pero, ¡oh dicha el vivir!, —cambió de pronto su discurso el peregrino—. Sí, la vida es dura, porque es lucha, y toda lid es un combate encarnizado, pero es vida que llama a la vida. Es sólo la carne que es rebelde y engañosa cuando no es guiada por el timón libre y grácil del espíritu. Sólo el sabio sabe vivir, y nadie es sabio si no es humilde. Pero eso no es todo, porque el cumplimiento y la perfección de la sabiduría está allá, más allá del pensamiento, más allá de las estrellas: ea un mundo ignoto que está tan lejos como a un suspiro de tu corazón, enredado a tu vida, e inseparable de tu libertad. El ser en el hombre está revuelto. Necesita calma. Está desfigurado, hay que rasparlo para ver el original que esconde".
Admirado del discurso de aquel vagabundo, me imaginé un mundo nuevo y del todo fascinante que había conocido y del cual había salido o descendido; o también, como producto de su meditación, que había alcanzado altos grados de contemplación que lo hicieron ver la luz de la realidad del ser de las todas cosas. Entonces aventuré una pregunta al anciano trashumante: —¿Por qué te has salido de aquel círculo inigualable, para venir a esconderte en un mundo tan insensible y desnaturalizado? —¿Qué móvil te impulsó, o qué inspiración te atrajo?
Y me respondió enfático, con aire grave y digno: —"Long time ago... Hace mucho tiempo.... que habité yo en este mundo. Mi existencia fue singular, pues todo mi empeño se cifró en amar y ser feliz. Yo fui un arrogante príncipe oriental. Pero fui grande por eso, porque supe amar. Me enamoré de la rosa, me enamoré de la luz; me saetearon las sonrisas; adoré las alboradas y todas las puestas del sol; fui poeta y descubrí la armonía en los cuartos de un zancudo, la belleza de unos ojos y del corazón en flor. Solamente tuve un defecto: enamorarme del oro. Fui rico y fui poderoso, y aunque con un corazón bueno, hice siervos a los amigos y cautivos a los desdichados. Mi oro se confundió con mi fama, la gloria me la procuraba yo. Los amigos los compraba... y la amistad y un amigo, entiéndelo bien —me dijo con convicción—, no se ganan, sino dando el corazón.
"Cuando llegué a la otra vida, mi poesía continuó. Veía la armonía perfecta en todo: en la luz, la distancia, la eternidad y la evolución. No sé cuantos evos pasaron, porque allá todo es propio, ameno, nuevo; no muy diferente de lo que hay aquí sino completo y pleno. Yo sólo se que existía, y era yo siempre y cada vez más unido, integrado y vivo; avanzaba siempre, contemplando, viviendo y gozando y en dirección a la luz y jardín donde se adivinaban manantiales de vida. Pero cuando mi espíritu más se extasiaba al entrar en algo semejante a un remolino de amor, fui traspasando barreras, de tiempo, de luces, constelaciones e interminable revolución. De pronto quedé firme y varado de frente a un muro que precintaba la eternidad. Ahí escuché una voz que iluminó en raudo flechazo mi vida y, una sola pregunta me emplazaba para entrar: —¿Qué hiciste rico en tú vida? Luego lo entendí conjuntamente: —¿Qué has hecho además de amarte en las cosas y personas que entonaban tus cantares? ¿Para qué ha servido tu vida, si la has empobrecido en honrarte sólo a ti, y para los demás no ha brillado ni se ha gastado?
Y, contemplando en un cuadro mi vida, sólo vi que eso tenía: vaciedad, falta de peso y nada valioso. Nada podía replicar. Fue entonces cuando escuché la sentencia, que en mis oídos no ha dejado de atronar:
—Nada más porque has amado, eres reo de un pedazo más de vida, de una nueva oportunidad". —Fue aquella una sentencia inapelable. Y, entonces volví a vivir. —Sí, yo soy un redivivo: un hombre sentenciado a vivir”.
Pero, curioso, insistí, —¿por qué has tomado de vagabundo la vida para tu nuevo existir?
Ahora, me respondió taciturno, pero convencido: —"Es que como nací poeta, poeta debo continuar hasta el fin; pero ya no buscando alabanzas, lisonjas ni embelecos; sino haciendo obras dignas de alabanza, y dejar que sea el Ser Supremo quien las proclame, no yo, ni los otros. Y me enseñó: “Si tú te haces digno de alabanza, el Ser Supremo no dejará de reconocerlo, y solamente y todo cuanto Él pronuncia ésa es la verdad. Cuanto alaban los hombres de los otros hombres, sobre ciencia, belleza, virtud o méritos, vale cuanto un gramo de estulticia. Porque la verdad, sólo está en la divinidad. Si Él alaba: esa es la alabanza; si Él proclama dichoso: esa es la dicha; si Él ama: ese es el Amor. Si Él está vivo, esa es la Vida, y hay que vivir siempre en Él, porque fuera del amor nada puede existir”.
Luego continuó: “Yo quiero al llegar de nuevo al mundo que he dejado, poder escuchar esta vez, que al final de mi nueva vida, con aquellas tintas celestes se componga una ínclita y singular poesía por haber sido pobre voluntario, es decir, libre, y haber recorrido el mundo animando a los desvalidos, haciendo brotar sonrisas, construyendo nuevos soles, entregando con mi tiempo la oportunidad para que otros puedan alcanzar la escala que sube a la eternidad; es decir, quiero comenzar a sembrar amor, puesto que todo en la otra vida se cosecha y plenifica. También esto es válido para el mal, pues se recibe una medida repleta y rebosante de cuanto se haya elegido libremente y donde se haya puesto el corazón.
Por eso es que entiéndelo bien mi amigo, ser un sabio y vagabundo, pobre y apegado a nada, confiando tu ser al Otro, al innominado Ser Total y Único digno de ser amado, Dios bendito por los siglos, y hacer todo el bien que puedas a los demás, porque amar es existir, no hay camino más seguro, para quien quiera vivir y alcanzar aquella vida que yo dejé de vivir".
Dicho esto último, con trabajo se enderezó y se puso firme para comenzar a caminar, pero luego de un trazo se volvió para decirme, antes de perderse bajo el ruido de su bastón viejo, y lo discorde de marcados chancleteos: —"Ah, pero eso que yo vi en mi viaje al otro mundo era tan solo la antesala de la felicidad. —¡Qué grandiosa será la realidad!".
Después, se perdió entre las flores de aquel magnifico jardín, las cuales lucían en aquellos momentos variados tonos y colores tintineantes por el estallido firme que reverberaba el sol en su media jornada, y ya no lo volví a ver.... Me imagino que iba saboreando la grandiosa realidad y prueba que había tenido, la cual ya contemplaba cercana, y él listo para entrar.
Pero, aún ahora, cada vez que me encuentro con algún oriental de ojos rasgados, siempre les pregunto que si han visto de casualidad deambular en sus regiones a un vagabundo que se llama Toshi. Y, la respuesta invariable que escucho, y es entre curiosa e incrédula: —"El príncipe Toshi, hace muchos siglos que murió". Luego me ven, y se van corriendo.
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