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No cambiaría este lugar por nada del mundo. Aquí permanezco en mis tiempos silenciosos, al abrigo del mundanal ruido. Mi forma de trabajar es, además, un tanto rudimentaria, tiene mucho de artista, mucho del arte aprendido a media luz. Cuando requiero detalles para poder realizar mi trabajo, obtengo además toda la ayuda necesaria. Mis colaboradores son incesantes. Ante nada permanecen apáticos o se dejan llevar por la inercia. Están prestos a que yo les pregunte por algún detalle, alguna minucia, para que ellos recaben, cual abogados avezados, cualquier pista que puedan proporcionarme.

En mi último trabajo, hago hincapié en los detalles que se pueden obviar y de los que no es posible pasar por alto. Hablo sobre el caso de “la muchacha que nadie conocía”. Cuando llegó a mis oídos su rastro, pronto puse a punto mis contactos, extendí mis hilos cual seda de araña pulcra y dejé mis antenas de investigador flotando en el aire, para no perder el más mínimo sentido de lo que allí ocurría. Fue entonces, que al poco tiempo, obtuve los primeros datos: “muchacha de estatura mediana, de cabellera rubia, ojos verdes, mejor dicho, ojo, un enorme ojo, lo cual no le quitaba, al parecer, ninguna belleza a su rostro. De cejas leves, rubias, bordeando ambas ese ojo inquieto, que no paraba, según decían, de moverse y parpadear ante las fotos que tomaban a diestro y siniestro. De edad imprecisa. Según indican todas las pistas fiables, parece tener unos veintiocho años. Aunque es difícil de precisar porque a pesar de preguntar y preguntar su forma de responder es comparable a la peor de las incomunicaciones: no habla nuestro idioma. Varios peritos se presentaron a desentrañar el lenguaje de la muchacha. Ningún técnico en lenguas modernas o lenguas antiguas dice conocer, ni siquiera sospechar, el lenguaje o dialecto que ella habla. Aunque también es cierto, según apuntan ellos mismos, que hay tantas y tantas formas de hablar desperdigadas por el mundo, que es posible que en cualquier momento podamos averiguar de qué lenguaje se trata.

Lo que es más difícil de discernir es el origen de sus manos. Mejor dicho, el modo en que estas han acabado siendo tan grandes. Si la muchacha mide, pongamos por caso, un metro y medio, casi medio metro debería proporcionársele a sus manos. Y es que son enormes. Tan grandes que se las sujeta, encima del regazo, mientras habla y habla y nadie entiende lo que dice; y mientras mueve hacia todas partes ese ojo extraño, reflejando con su verde fulgor todo lo que mira a través de su lente de impreciso corte. Allí está, sentada, esperando plácida, que alguien le diga dónde ha de ir. Mientras unos van y otros vienen. Mientras yo, en otra parte, muy alejado, me informo sobre su caso, y me sumo, mientras documento su historia, en cooperar en la búsqueda de su extraña procedencia. Y es que también tengo dotes de detective privado. No en vano, mi madre, dijo al nacer que algún día yo sería alguien importante. Lo dijo, seguramente, al ver cómo tomaba su dedo índice y lo miraba, cuando se suponía que aún no veía, y pestañeaba para, según ella, hacer guiños que sumaba a mis balbuceos tempranos, y así, comunicarme y dar fe de lo que veía y sentía. De lo que sabía, al fin y al cabo. “Mi hijo es un portento”, decía mi madre a sus vecinas y vecinos. “Ya conoce cómo son todas las cosas que le rodean”. “Si apenas tuviese un hilo de voz, podría conversar con todos nosotros”.

Y yo creo, sin embargo, que alguien murmuraba por lo bajito, su incredulidad. Claro, en cierto modo es normal. Mi caso no es corriente. No, no es nada corriente. De hecho creo que debo ser el único caso en el mundo, o en el universo, de un niño que sin apenas voz o fuerza para mover los ojos o los miembros de las manos, ya puede expresarse con los que vienen a verme.

Y es que me acuerdo de todos ellos como si les estuviese viendo ahora mismo. Por ejemplo, aquella mujer bajita, de pelo blanco, blanquísimo. Se llamaba Petra. Era tan cariñosa. Venía muchos días a verme y a tomar café con mi madre, mientras mi padre trabajaba de sol a sol. Es sabido que las madres se reúnen y hablan de sus cosas y de sus hijos, mientras sus maridos trabajan o están en la taberna dándole al tinto, o lo que se tercie. Pues como iba diciendo. Era una mujer encantadora. Venía, mientras mi madre me preparaba la papilla de la merienda y me decía cosas ininteligibles, pero curiosas. Y yo, lleno de esa curiosidad infantil arrebatadora, la miraba fijamente.

Uno de esos días lluviosos en que estábamos en casa, aburridos, entre café ellas, y conversaciones cruzadas yo, pues sucedió lo que tenía que suceder. Aquella señora tan buena, viendo que yo me aburría, comenzó a hablar y hablar mientras me miraba. Empezó a contarme cosas de cuando ella era niña; (mamá creo que estaba haciendo la colada, mientras me dejó un ratito a su cuidado), y así estuvo largo tiempo la señora Petra, creo que algo así como una hora. Yo, menudo y quieto, me comencé a revolver de aburrimiento. Y es que todo tiene un límite, y la buena señora había sobrepasado mi infantil aguante. Me entró el desasosiego, y deseé, con infantil impaciencia que mi madre regresase y que aquella conversación o monólogo, finalizase y diese paso a algo más ameno, por ejemplo algún nuevo cuchicheo, algún rumor de los vecinos nuevos, sí, esos que viven desde hace dos semanas en el piso de arriba, en el séptimo. Dice mamá, entre risitas, que se llevan lo menos veinte años. Que ella es una niña, a juzgar por su planta, porque la cara no se la ha podido ver todavía. Siempre lleva, al parecer, unas enormes gafas negras que resaltan, sin embargo, bajo su melena rubia, que por cierto gusta muchísimo al resto de los vecinos. A esos hombres de las tabernas.

Pero parece que mamá tarda. Algo he de hacer para que doña Petra deje de rememorar esos recuerdos que para nada me interesan. Lo mejor que se me ocurre, dado que mi sistema neurológico está aún tan inmaduro y dado que mi sistema motor está todavía verde, muy verde... pues es darle un repertorio en contrapartida. Y como no tengo palabras, nunca mejor dicho, pues comienzo con un pequeño ruidito, que multiplico por mil, con la insistencia de un motor a propulsión. Y la señora Petra, al menos de repente ha enmudecido. Algo es algo. Pero yo sigo, porque le veo las intenciones de proseguir. Que ya dice mi madre dice que soy muy listo. “Mi hijito Gabriel es un fenómeno”. Ya lo creo. Por eso tomo mi pequeña lengua, y sin dientes, porque mi boca es tan infantil que sólo verla recuerda a los angelitos del cielo, comienzo a hacer pequeños gruñiditos. Con toda la potencia de que soy capaz, hasta ponerme rojo como un tomate, comienzo a emular a los cerdos que tiene mi tía Engracia en su pueblo. Mi tía Engracia. Se parece tanto a mi madre como la noche al día. Realmente, sólo se parece a esos inquilinos que tiene y que gruñen tanto en la pocilga. Se parece en lo sonrosada, en la amplitud de su enorme falda, en el tono de sus ronquidos. Ay, cada vez estoy más orgulloso de mi mamá. Ella es guapa, morena, para nada sonrosada. Y me quiere tanto. A ella jamás la gruño. Sólo sonrío de oreja a oreja, esas que Dios me ha dado, tan hermosas y tiernas que siempre anda dándoles mordisquitos de esos que no duelen y que a mi tanto me gustan. Pues eso. Que de tan rojo que me estoy poniendo de gruñir a la señora Petra creo que ahora voy a llorar a todo meter. Porque no estoy nada cómodo. Estoy húmedo como cada vez que me irrito tanto del esfuerzo y hasta que viene mi madre y me perfuma y me lava y me arrulla hasta dormirme entre sus brazos. Sólo de pensarlo me callo de repente. Entonces me doy cuenta de que la señora Petra se ha ido. Por fin. Y además creo que he escuchado el chasquido rotundo de la puerta de casa. Se ha ido. Qué alegría. Mamá abre, sin embargo, la puerta, y la llama. Y grita: “pero Petra, mujer, no corras, ¡qué fue... qué pasó!

Ay, esta señora Petra. Dándole disgustos a mamá, con lo buena que es mi mamá. Mamá debería vivir en un palacio, en un castillo de cuentos, como esos que me enseña, mientras me lee historias. Y es que en este lugar vive gente rara, como la señora Petra, que parecía tan buena, tan calladita, y resultó ser una maleducada que se va sin despedirse de la pobre mamá. O esa chica del séptimo, que parecía tan normal, siendo tan joven, tan rubia. Y no, qué va. El otro día, mientras yo estaba tomando el sol en mi cochecito, durante un instante, solito al calor del sol mientras mamá entraba a comprar una cosita para mi en la farmacia, ella llegó, con sus gafas negras. Esas que siempre lleva; y en un movimiento rápido las alzó para verme mejor. Y yo también la vi a ella. Tenía un precioso ojo verde, como una pelotita para jugar en la piscina. ¿Por qué se pondrá esas gafas tan horribles? Si ella es hermosa, mucho. Y rara. Por eso se pone gafas, para no suscitar envidias. Ay, también hay que reconocer que si es un tanto rara, al menos es lista, y precavida, si. No como la señora Petra. Y pensar que antes me parecía una señora mayor encantadora. Ahora cada vez que me ve, se esconde entre las columnas, entre los árboles de la calle, tras los miradores de las puertas. Ya no viene a verme. Estoy feliz de que así sea, no aguantaría ni un monólogo más de su infancia. Qué infancia tan sosa. Qué señora más aburrida. Me contaba ese día que cuando era niña iba con sus amigas y jugaban a campeonatos de fútbol. Pero qué dice. Eso es imposible. Es coja. Y ve mal, muy mal. Además habla muy bajito. Ay, me mienten porque soy un niño pequeño. Pero yo cuidaré de mi. Me protegeré de los raros, los mentirosos y los aguafiestas. Para empezar ya tengo nuevos repertorios de vocablos que manejo como nadie de mi edad. Los combino con los gestos que buenamente puedo soportar y lo mejor de todo es que dan resultado, ya lo creo. Creo que estoy inaugurando la nueva generación de bebés inteligentes. Lástima que no tengo capacidad para patentar, pero pronto, en cuanto tenga un poco de tinta, imprimiré mi huella en cualquier papel al efecto y extenderé esa y otras nuevas patentes. Inventaré. Eso, lo haré una y otra vez, me convertiré en un inventor de cosas pequeñas y grandes. Cosas multiuso. Pero eso si, con mi propio sello. Ese que nadie más tiene, porque soy un niño inimitable donde los haya. Soy como dice mi mamá “un precioso tesoro”.


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Texto agregado el 28-09-2004, y leído por 243 visitantes. (1 voto)


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