La abuela aún está dedicada a la labor diaria de escribir con minucioso afán sobre un cuaderno. Lo suyo no es poesía sino prosa pura que no se jacta ni de estilo ni manifiesta pretensión literaria. Su caligrafía diminuta se asemeja a pequeños soldados alineados en orden preciso, prestos para el combate. En algún momento, el ejército se transformará en una legión que aguardará la voz autoritaria del general, tras las cuatro planas que ha llenado la mujer.
Óscar está tendido en su lecho y parece un muñeco desmadejado. Es un niño de cinco años, sin luces en sus ojos ni lozanía en su piel que pareciera ser de un material distinto al de un infante como él. Mas, de pronto, algo similar a un choque eléctrico sacude su cuerpo en el instante mismo en que se produce una llamarada de colores que se despliega en la habitación, sobrevive un par de segundos y se disipa como si nada hubiese acontecido. El niño, tocado por algún resorte inexplicable, ha saltado de su lecho y sus pies, liberados de misteriosas ataduras, ahora se encaminan hacia la puerta. Sus ojos han recuperado el brillo, su piel ahora es lozana y fresca y de sus labios, ahora sonrosados y húmedos, escapa una palabra que es epifanía y dominio a la vez:
“¡Abuelaaaaaaaaaaaaaaaa!”
Y la mujer se apresura a recibir a ese pequeño redivivo y lo aprisiona entre sus brazos con todo el amor que una mujer puede brindarle a un niño que es parte de su sangre y por el cual daría hasta el último aliento. Juegan, disfrutan de la jornada que se les ofrece como un manto pleno de placeres.
Pero llega la noche y con ella, el reposo. Lucrecia, la abuela, arropa al niño en su lecho. Sabe que su sueño será profundo y silencioso. Dejará encendida la lámpara que será un faro inocuo en las horas de la inconsciencia. Y ella, que duerme en la habitación contigua, despertará a cada instante para verificar que su pequeño, su Oscarcito, descanse con ese sueño profundo y demoledor que lo inunda casi como si fuese una maldición.
Y ya en plena madrugada, la mujer está en pié para una vez más redactar esas hojas acuciantes, soldaditos de tinta listos para recibir la orden de un general y acudir en tropel a la dura batalla que se aproxima. No conocen el rival ya que está agazapado en las sombras, pero se van sumando a ese ejército que se sabe vencedor. Lucrecia ha finalizado de escribir seis planas y se siente satisfecha ya que tiene muy claro que su trabajo azaroso no lo realiza en vano.
Y un nuevo día transcurre y la alegría es una guirnalda que enlaza sus movimientos. Corren, cantan, leen y la abuela le narra historias mágicas que repletan a Óscar de ensoñaciones. La jornada se hace corta para tanto entusiasmo. Así se desarrolla la vida desenfadada de abuela y nieto, en estas vacaciones que son un sueño para ambos. Pero llega la noche con su ritual de sombras y presagios y todo se repite en minucioso orden. Así, desde el primer día.
Roberto, padre de Oscarcito, reposa en su lecho de un hotel barato. Como es vendedor viajero, ha dejado a su hijo a cargo de su madre. Está en una ciudad lejana de la cual-por una razón práctica- no le preocupan sus atractivos turísticos. Acaso esa tarde, después de su azarosa labor, acuda a algún bar para servirse una cerveza y un sándwich o cualquier comida que se le ofrezca. Tal vez, en algún lugar tranquilo y sin vocinglería, se fume un cigarrillo y también tal vez, se le aparezca el rostro de Marcela entre las volutas de humo. Aún la recuerda con un dolor que no ha amainado y que se le dibuja casi siempre en esas noches solitarias, pernoctando en cualquier hotel barato. Dormirá y ella se le aparecerá en algún sueño y es como si la mujer estuviese pendiente de él y acudiera a su llamado. Pero, es algo que tiene claro que es imposible y no colmará de ningún modo ese deseo y esa nostalgia larga que lo persigue como un perro hambriento.
Aquella mañana ha realizado numerosas ventas y se le dibuja la satisfacción en su rostro. Roberto es dinámico en su profesión y acude a cada lugar con una sonrisa ancha que es también el imán que atrapa a todos sus clientes. Siempre está dispuesto para todos, su vida es envidiable para los demás, muchos quisieran poseer ese entusiasmo suyo para encarar el día a día, esa voluntad férrea para sobreponerse a los inconvenientes. Sus ventas han sido cuantiosas, nada de extrañar, puesto que es considerado el mejor vendedor de la empresa Raytone. Pero, una vez que la larga jornada termina, Roberto regresa a su pieza de hotel con un dejo de tristeza, Se comunica con Oscarcito y su madre y les anuncia que regresará en un par de días. Y se tiende cuan largo es en su lecho y fija sus ojos en ese cielo grisáceo cubierto de manchas que son las huellas de lluvias anteriores amalgamadas con los orines de gato. Se juramenta a no alojarse más en hoteles baratos. Y se duerme, porque el sueño ya se le hacía carne, apareciéndosele de nuevo Marcela en sus oníricas divagaciones. “Por qué me dejaste” le pregunta él, ya alojado de lleno en ese escenario incierto en que se desarrollan los sueños. Ella, sólo le sonríe con esa dulzura tan propia y le extiende sus brazos, material etéreo que se deshace en las manos ansiosas de Roberto.
Ya reunidos los tres, madre, hijo y nieto, comparten sus vivencias. Roberto le cuenta a su progenitora sobre sus sueños con Marcela.
-Sabes que es imposible que ella regrese contigo.
-La amo, madre.
-Es ella o tu hijo. No es preciso que te recuerde que sin desearlo, lo estaba destruyendo.
Marcela había sido alejada un par de años atrás de ese hogar porque Óscar sufría horribles convulsiones frente a ella. Y la abuela, tejedora incansable de sus días y que programaba las jornadas cotidianas del pequeño, desde que abría sus ojos hasta cada paso que aventuraba por las sendas prefijadas. No era un asunto que involucrara ni a la ciencia ni a la medicina, sino una facultad propia de esa familia y particularmente de la madre. Oscarito era, en rigor, un pelele que revivía cada mañana obedeciendo al influjo de aquellas letras y textos de su programada existencia. Del mismo modo que lo había sido Roberto, que por una razón inexplicable - si existe algo que se pueda explicar en esta historia- a los veinte años pudo ser por fin alguien que ya no necesitaría de libretos para valerse por sí mismo.
Y la abuela escribiendo cada paso, cada frase, receta prodigiosa que dotaba de vida a su nieto. Y las fuerzas que retornaban al muchachito gracias a mecanismos inexplicables. Pero una noche cualquiera, la madre sufrió un desmayo y al despertar, era una especie de estatua rígida en su lecho. Roberto la tomó en sus brazos y se la llevó a un hospital, en donde no pudieron hacer nada por ella. No existía un diagnóstico que pudiera definir su inmovilidad y ningún facultativo pudo aventurar su recuperación. En consecuencia, el niño quedó a expensas de ese extraño sino, tendido en su lecho como un muñeco desmadejado.
Roberto lloraba y se desesperaba por esa desgracia que había recaído en su hogar y no visualizaba manera alguna de revertirla. Aunque…
Esa noche, Marcela traspuso el umbral de ese hogar del cual había sido desterrada por su propia voluntad. Roberto, en su desesperación y después de barajar miles de hipotéticas soluciones, pensó en su mujer, no teniendo nada que perder ya que su presencia podría ser irrelevante: su hijo continuaría siendo un muñeco descolorido tendido en ese lecho.
Y cuando la madre besó a Oscarito con la ternura reprimida por tanto tiempo, nada sucedió, la condición del niño no varió ni un ápice y prosiguió en ese sueño vacío. Roberto abrazó a su mujer y ambos descargaron las lágrimas que dibujaron toda su desesperanza. Pero ese llanto de alguna manera fue la clave y la invocación y acaso el inicio de una nueva forma de vivir. Estamos rodeados de situaciones que nos parecen inexplicables, acaso por nuestra acendrada costumbre de refugiarnos dentro de las paredes que nos aseguran una discutible normalidad. Y fuera de ese ámbito, ya sin el soporte vital que lo sustentaba, ese muñequito deslavado comenzó a convulsionar y tras esto a recuperar la electricidad de sus movimientos.
-¡Papá, mamá! – gritó el pequeño Oscarito y sus padres se abalanzaron sobre él para ser partícipes de los que parecía un milagro.
Roberto, cada noche escribe afanosamente la escritura misteriosa, el libreto cotidiano del cual se servirá para darle luz y movimiento a su querida madre, la que revive cada mañana para agradecerle a esta medicina que no se expende en farmacia alguna. Y Oscarito y su madre, y el padre y la suya, conforman una familia que nadie podría poner en duda que es realmente feliz.
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