Y el abuelo, arrebujado en su manta, con su nietecito escuchando sus historias en ese día invernal, transformándolas cada vez para que siempre parecieran distintas. Pero Ernestito no se dejaba engatusar e interrumpía el vibrante relato para indicarle que esa historia ya la conocía, por más que el del cuento ahora se tratara de un perro y no de un elefante y que el objetivo de éste no fuese robarse las frutillas sino las guindas.
-Ya tengo cinco años, abuelo. No me engañas tan fácil.
Y yo, noventa y cinco. Y también me cuesta recordar nuevas historias. Pero, haciendo memoria…
Siempre ocurría así, el abuelo achinaba sus ojos, como sí recurriendo a esa morisqueta que caligrafiaba dramáticamente sus arrugas, imagen tras imagen iniciarían el lento arribo a su mente para brindarle cuerpo y fluidez a esos recuerdos que cada vez se le hacían más escurridizos. Y tras ese bregar intenso por aprehender las hebras de esos relatos, esta vez sí que relucieron con nitidez los personajes de una historia que siendo un niño, le había fascinado.
Y reacomodándose en su sillón y Ernesto apretándose a él, para que ningún detalle de la historia se le escurriera más allá de sus orejas, el niño se dispuso a escuchar lo que su abuelo contó. Y si bien, los nombres de los personajes los fue inventando a medida que aparecían, el relato se desarrolló tal y como se lo había contado su abuelo Pedro. O por lo menos, eso intuía él y ahora se lo regalaba a Ernesto, para que el cuento no pasara por ningún zapatito agujereado, sino que lo fijara en su mente para que muchos años más tarde se lo contara a sus posibles nietos.
-Existió hace miles de años una ciudad que era gobernada por los reyes. Era un pueblo que le rendía un culto extremo a las artes marciales, siendo educado para vencer y emprender cada una de sus incursiones sin contrapeso, ya que su ejército se reconocía como el más poderoso. Y era tal su supremacía, que aseguraban que uno solo de sus soldados equivalía a una veintena de oponentes. Y en realidad, su estrategia era singularmente efectiva y de este modo había sojuzgado a muchos pueblos aledaños, haciéndolos sus esclavos.
Ernesto se había acomodado en los brazos de su abuelo y comenzaba a ensoñarse con esos seres de leyenda imaginando que eran los antecesores del mismísimo Terminator, depredador cibernético, absolutamente imbatible en las cintas de James Cameron.
-Como los ciudadanos de esa antigua urbe tenían privilegios de acuerdo a su ascendencia, los más acomodados poseían viviendas lujosísimas, muchos sirvientes a su disposición y eran educados en las artes y la música para solaz de sus almas. Pero acá surge una historia interesante. Los esclavos trabajaban la tierra que continuaba siendo suya, pero debían tributar una parte importante a sus amos. Era una labor abrumadora, que soportaban sin chistar. Y tú tienes claro por qué, ¿no?
Ernesto sacudió su cabeza en señal de asentimiento, imaginando a Sarah Connors escapando de las garras aceradas de Terminator.
-El caso es que esta vez los jerarcas decidieron que incursionarían en una nueva guerra y como querían asegurarla, pusieron a disposición a los esclavos y campesinos para que se unieran al ejército. Ellos, si bien habían recibido una instrucción precaria, se les suponía lo suficientemente aptos para combatir y apoyar en todos los frentes posibles. Y aquí aparece Dubio, un mozuelo de veinte años que fue asignado al soldado Pasfis, un mocetón de gran altura y de musculatura excepcional.
-Como Terminator- intervino Ernesto.
-Más o menos así. Bueno, tú comprenderás que la guerra, haya ocurrido en tiempos remotos como en la actualidad, nunca ha sido miel sobre hojuelas. Y esta vez no fue diferente. El ejército arrasó con los pueblos que encontró a su paso no sin sufrir innumerables pellejerías. Entre ellas, las largas caminatas, el clima y las enfermedades. Pero Pasfis, parecía indiferente a todos esos obstáculos y atenaceaba a sus soldados para continuar la marcha. Pero cuando caía la noche, el soldado y el sirviente compartían la tienda de campaña y dormían abrazados. Pasfis apoyaba su cabeza en la de Dubio, mientras este entonaba dulces melodías hasta que el sueño lo vencía.
-Se unían para enfrentar al enemigo- comentó el infante y el abuelo sonrió, asintiendo.
-Y la incursión finalizó con un triunfo aplastante del ejército, conquistando nuevos territorios, saqueando y esclavizando nuevas almas. Esto se celebró con festines apoteósicos, toda la ciudad se volcó a las calles para bailar, cantar y embriagarse y tras ese desenfreno, terminar tendida la gran mayoría en las avenidas, abotagada por la ebriedad y derrotada por el cansancio. Pasfis y Dubio nunca se separaron y participando con algarabía del festejo, brindaban también por sus propios dioses.
-Eran como hermanos. Como yo con el Toñito.
-Exacto. Transcurrió mucho tiempo en que hubo paz en dicha ciudad. Los soldados ejercitándose, el pueblo disfrutando de sus comodidades y los sirvientes encorvados labrando la tierra para su sustento y para cumplir con el puntual tributo a sus amos. Dubio regresó a su modesta vivienda del campo y empleó todas sus fuerzas en dichos menesteres para aplacar esos pensamientos que amenazaban con nublarle la razón. Pero era en vano, en su mente persistía indeleble la imagen de Pasfis. Y entretanto, el soldado sufría también la separación y se desvelaba por quien había sido su inspiración en esa victoriosa guerra.
-¡Qué bonito!- suspiró Ernesto.
-Pero, como era costumbre de esa bien constituida sociedad gobernada por el rey y los políticos, cierto día asumió un nuevo magistrado, que haciendo uso de esa prerrogativa que ya era tradición, le declaró la guerra a los esclavos. Te debo aclarar que esta práctica se realizaba como un efectivo medio para contrarrestar a quienes podrían rebelarse cualquier día, poniendo en peligro la paz de la ciudad. Y llegado ese momento, como ya era costumbre, los mancebos debían acechar a los esclavos en sus moradas para luego asesinarlos, amparados en las sombras cómplices de la noche. Pasfis, desconsolado con este mandato, quiso desertar y huir con Dubio. Pero fue sorprendido y encarcelado. Y en la celda, fuera de sí, se destrozó las manos tratando de derribar esos muros que obstaculizaban sus deseos. E impotente y rendido, se arrojó sobre las baldosas y lloró y clamó con desgarradores gritos.
-Entretanto, Dubio, sin tener la menor idea de lo que le amenazaba, terminada su labor y después de cenar, se dirigió a un remanso para descansar y rememorar los bellos momentos compartidos con Pasfis. La oscuridad favorecía la traición y consecuente con esto, un soldado provisto de su arma se aproximó con estudiado sigilo donde el joven descansaba. Y pudo ser el casi imperceptible quiebre de la hierba, un presentimiento o la simple casualidad, pero en el preciso instante en que el joven soldado iba a asestarle la estocada fatal, Dubio alcanzó a doblarse lo justo para que el arma silbara por encima suyo para perderse en las sombras. Lo que ocurrió después fue una encarnizada lucha por la existencia en la que ninguno de los combatientes se negó a rendirse.
-Pasfis fue condenado a muerte tras lo que se consideró una grave traición a la patria. Y cuando ya aquietada su alma tras tanto dolor, se dirigía al patíbulo mientras el pueblo vociferaba y maldecía, exigiendo el castigo, se produjo lo impensado: un feroz movimiento de tierra que provocó la estampida general. El violento terremoto derribaba las construcciones y una polvareda apocalíptica se cernió sobre todo, apagando gritos, llanto y muchedumbre aterrorizada. Y cuando regresó una precaria calma después de largos minutos, el condenado, aprovechando el desorden, había escapado sin que nadie, por lo demás, se preocupara de él.
-Lo que continúa, forma parte de la leyenda. Algunos estudiosos aseguran que no existe registro de lo que sucedió con ambos, otros teorizan que todo esto es simple invención y que nunca existieron Pasfis y Dubio . Los menos, creen que ambos lograron encontrarse por fin en algún lugar y que desde entonces ya no existió fuerza alguna, ni divina ni terrenal que pudiera separarlos.
-¡Que bonita historia, abuelo! – exclamó Ernesto batiendo palmas. El viejo, complacido pero muy resentidos ya sus huesos, se levantó a duras penas del sillón, pidiéndole al nieto que le alcanzara su bastón. Y el chico se lo extendió, imaginando que alguna vez Terminator dejará en paz a la familia Connors.
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