En pleno centro de Santiago, sentado a la entrada de acceso al ferrocarril subterráneo, un hombre sesentón pregona:
-¡Una monedita para un café! ¡Una monedita para un café!
Y su mano extendida no recibe dádiva alguna, pero persiste:
-¡Una monedita para un café! ¡Una monedita para un café!
Imagino que ese tipo no requiere de alimentos más esenciales que ese simple vaso de café que seguramente caldeará sus tripas, pero que será insuficiente para apagar su compulsión por el dichoso brebaje. Intuyo, después de hacer un análisis más acabado, que el hombre posee una pisca de dignidad, la suficiente para apartarse de su condición de pordiosero y autoproclamarse como un tipo más sofisticado, que cubiertas sus necesidades vitales, sólo ansía empinarse una deliciosa taza de café, del mismo modo que algunos personajes se nos arriman pidiéndonos una moneda porque sufrieron un percance, perdieron su billetera, o salieron de su casa sin percatarse que no llevaban dinero.
Como espero a alguien en dicho lugar, no le he despegado el ojo al tipo ansioso de café. Después de un rato, el hombre ha recibido el suficiente dinero como para invitarnos a todos a una ronda de café. Pero no, el individuo mira con disimulo a su alrededor y al percatarse que no es observado, cuenta un puñado enorme de monedas y varios billetes, que introduce en los bolsillos de su pantalón. Luego se levanta y se va muy campante. Transcurren unos cuantos minutos y aparece de nuevo, ahora con una muleta debajo de su brazo. Se acomoda en el mismo lugar, con su aparato ortopédico en ristre y comienza a gritar:
-¡Una monedita para este pobre inválido! -¡Una monedita para este pobre inválido!
Y una señora que lo reconoce, le pregunta: -Oiga, ¿que no es usted el mismo señor que pedía una monedita para un café?
El hombre se hace el desentendido y continúa voceando su condición:
-¡Una monedita para este pobre inválido! -¡Una monedita para este pobre inválido!
-Sinvergüenza- le grita la mujer antes de alejarse.
Llegada la hora de mi partida, encamino mis pasos cerca del individuo, lo suficiente para que este me dirija la palabra:
¡Oiga gancho! ¿Tendría un cigarrito?
Ante mi negativa, el hombre masculla unas palabras, de las que alcanzo a escuchar términos tales como: dignidad, honradez y trabajo.
Armo la frase a mi manera: “La dignidad es un tema que se gana con trabajo y actuando con honradez”.
Supongo que el tipo intercala las palabras en un orden muy distinto para satisfacer su conciencia, si es que la tiene, y continuar con ese trabajo "honrado" que le llena sus bolsillos cada jornada.
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