El viejo
El venía a cuidar los autos, los autos ajenos, venía pertrechado, y se vestía de fiesta con dos cartones de vino, amargura disfrazada. Su severidad se engalanaba, y justificaba su labor la presencia de lo ajeno en la calle que era de aquellos que no querían que se acercaran los que gustaban de lo ajeno, que bien suena el palabrerío: simplemente era un trapito que cuidaba coches de clientes en una parrillada asuncena. Pero soñaba con las cosas que leía, o recordaba la tradición oral de su casa, de su época de pebete o mita´i lleno de sonrisa, traía noticias de que paso esto, que los políticos, el club gano y a veces empata, pierde, se pierde la Liga primera, ahora es un club de la B.
Había una cierta distinción artística de lo que hablaba con las guaranias y con las polcas paraguayas que lo hacían sonreír después del buen clericó de frutas, todos los días, todas las noches, ya no había conciencia, se estaba yendo de aquí, iba faltar de entre nosotros, un día de estos, a eso nadie avisa.
Creía que se podía, y podía hacer algo al respecto, pero también le acompañaban las esperanzas amargas. De todas las cosas que le venían a la mente, solo eran posibles las cosas que le decía el vendedor de cartones de vino, el almacenero que le fiaba o regalaba a cambio de las monedas para cambio en el negocio. El comerciante le comentaba o le hacía creer que sus compras diarias eran las mejores raciones de vino de cartón, y lo que el briboncillo vendedor le decía era palabra santa. Era usado, era manipulado, era pobre y era viejo, no había otro horizonte que la calle sucia y la mendicidad disfrazada de vigilante que da un servicio.
Es cuestión de química, no de lógica, algunos escogen donde les agrada, la amistad es un frecuentarse sin razón también, aquí en la calle con los automóviles ajenos había una piedad de seguir, seguir mañana, seguir un día más. Una para el día, y otro cartón para la noche, mañana será igual, siempre fue así. Que le vas a decir al señor que practique yoga para llegar al nirvana, era pobre eso es todo.
El guardia del restaurant con el que departía diariamente sabia de sus condiciones humanas, sabía de sus amarguras, de su concubinato no muy halagador, y de sus ideas, como de colocar un mingitorio en plena calle para sacar sus aguas en la forma más aproximada a la corrección y las buenas costumbres, para no adornar siempre las paredes del vecindario donde estaba el sitio gastronómico con sus deposiciones húmedas. La compañía gusta cuando no es exagerada en sus derivaciones desubicadas, pero el viejo no era desubicado, era pobre, no había que tocarlo. Te metes con el Barba Querido si queres tocar o maltratar a uno de sus pequeños, es de sabios tenerle respeto o miedo al que da la Vida y a sus pobres que son de Él. Y así pasaban los días desde los lunes a los sábados, cuando ya el domingo el restaurante era cerrado hasta el lunes, tenía día libre el hombre añejo. Es lindo el castellano cuando habla del color de la vida que nos alcanza.
Pero el viejo no lo tenía todo perdido, al son de lo mínimo artístico que había disfrutado en su precaria vida de laburante sin remedio, de desahuciado para la calle. El viejo tenía una forma de decir por lo menos algo a las musas, en yopará y guaraní, hacia los cantares de esos que sueñan, así como sueño yo también. Y finalmente se podría decir del viejo cuidador que es poeta a su manera, y es viejo porque ya no tenía como reiniciar el cuerpo a sus células originales.
Se fue un día, pero dejo el lugar, la calle, un poco mejor que los farsantes disfrazados de gente, él era mejor que los usurpadores, fue lo mejor porque no podía ser otra cosa. Fue lo que la vida le permitió ser. Si hubiera tenido más opciones tal vez estaría bien culparlo, pero no todos podemos tirar la primera piedra cuando alguien se agarra como puede a la vida.
Se fue un día en que los ojos humecidos fueron de varios que lo conocieron. ¡Salud!
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