Hay días en que no nos nace escribir. Las palabras se nos encarrujan y se niegan a realizar sus pasos de ballet. Las muy desvergonzadas se desperezan y regresan en puntillas a esos lechos suyos que los imagino de una textura almibarada, sábanas tejidas con briznas de aire que se extienden sobre la hojarasca. Allí se despaturran, dormitan y cuchichean sin olvidar que deben aclarar sus gorjeos de flauta dulce para repetir como un mantra ese sonido que las identifica y que nació con la especie, para que el búho haga suyo el que será su chuchear y el zorro y la paloma y los pájaros y los roedores y los insectos y todos los animales arropen sus gargantas para complementar sus galas de plumas, de pelaje y de la que le haya provisto la sabia naturaleza.

Pero a mí no llegan y no le dan voz a mi pensamiento, se reagrupan y se burlan, se guiñan entre ellas sus ojos de luciérnaga y se ocultan tras el cortinaje difuso de las horas que se me alargan contemplando la hoja en blanco. Y de esa albura impertinente no imagino más que las cumbres que relucen en la cordillera, gélidas y amenazantes, zigzagueadas por la maestría de un verbo que en su esquiar va dibujando dos líneas caligráficas que se pierden en el horizonte. Pero, nada surge, nada aclara, todo se entorpece en esta mente mía tan en blanco como la barba de un patriarca, como una bola de nieve que va fermentando su propia avalancha.

Y me rindo, arrío mis intenciones y la hoja se queda allí para solaz de los insectos que a oscuras crean su propio alfabeto. Mis manos vacías de vocablos, ateridas y frustradas se hermanan en el saludo más desolador que pudo existir.

Sólo me queda mendigar vuestro perdón por esta hoja en blanco que ofrezco hoy a sus ojos.