El apartamento era mucho más barato de lo que el espacioso salón abuhardillado sugería. El perfecto equipamiento de la cocina unido a la habitual desconfianza de nuestros tiempos me obligó a preguntar entre bromas si había algún fantasma o alguna vía de tren cercana. Con gesto serio, rozando el ofendimiento, el empleado de la inmobiliaria me tranquilizó argumentando que el problema no era otro que el tamaño de las escaleras. Orgulloso de mi poder de observación le hice notar que veintitrés escalones era una cantidad aceptable. Sonriendo con malicia me preguntó que si veinticinco escalones serían igual de aceptables.

Seguro de mi conteo a la subida, bajé las escaleras gritando el numero del escalón para que me oyera el empleado. Los escalones veinticuatro y veinticinco los grité con el tono entre las piernas. A la subida volví a contar veintitrés. Repetí la misma operación con los mismos resultados hasta quedar exhausto.

Mientras jadeaba el empleado me explicó que la única peculiaridad de esa casa era que había veintitrés escalones en la subida y veinticinco a la bajada. Sólo eso.

Veinticinco escalones abajo me despedí con la promesa de que me lo pensaría; y la verdad es que no consigo quitarme ese salón abuhardillado de la cabeza.